El vehículo eléctrico no carbura. Constata lo obvio una reciente encuesta on line realizada por la firma Canal Sondeo para el Observatorio Cetelem. El estudio concluye que solamente toma en serio la opción de un modelo a baterías el 15 % de las personas dispuestas a comprar un nuevo coche en los próximos doce meses. La proporción de quienes consideran buena esta posibilidad aumenta hasta el 26% cuando se amplía el horizonte de adquisición hasta los dos próximos años.

El sondeo refleja que esas personas decididas a hacerse con un eléctrico tienen previsto realizar un desembolso medio de 28.618 euros. La cifra declarada revela de golpe dos de los factores que lastran el desarrollo de la electrificación. Por un lado, el desconocimiento de la clientela: no hay muchos candidatos a pilas por ese dinero. Y es ahí donde radica la clave del asunto: los automóviles eléctricos son, todavía, bastante más caros que los coches de combustión.

El segundo inconveniente puesto en evidencia es la incertidumbre que la transición energética del octano al voltio genera entre la gente. Su sensibilidad medioambiental y su buena predisposición a contribuir a la movilidad sostenible terminan en los límites presupuestarios y tienden a desaparecer en cuanto comportan restricciones de movimientos.

Fabricantes y distribuidores meten por los ojos las propuestas 100% eléctricas, apremiando a la parroquia con la inminente desaparición de las tradicionales. Su entusiasmo solo es comparable a su fracaso en el empeño. De momento, el mercado sigue sin comprar esa moto y permanece leal a los automóviles de toda la vida. Más o menos.

No tanto a los denostados diésel, 17,38% de la ventas en 2023, como a los gasolina, que suponen el 75,84% de las matriculaciones actuales. Una parte cada vez mayor de este contingente de ventas corresponde a variantes parcialmente electrificadas, bien microhibridadas o bien híbridas con y sin cable. Todas ellas dependen inexorablemente de un motor principal de explosión, por lo que tienen sus días tan contados como los propulsores térmicos a secas; los tradicionales, para entendernos.

¿Y los eléctricos puros? Pues, por mucho que se intente vestir la mona de seda poniendo énfasis en su pretendida progresión, por ahora pintan bastante poco. Hoy por hoy apenas aportan el 4,55% al balance de pedidos desde enero. Así que el 15% de intención de compra de eléctricos es una buena noticia.

Ya se sabe que las encuestas arrojan datos para todos los gustos, que cada cual puede interpretar a su manera. Ahí va uno que debería invitar a la reflexión. El 57% de las personas ahora consultadas considera al coche eléctrico una solución para una movilidad más sostenible. No está mal, se podría pensar. El problema es que hace un año opinaba así el 70%.

Es posible que dicha percepción de la realidad guarde estrecha relación con el precio de compra de estos modelos a batería. El 66% los considera directamente caros. Una de cada cuatro personas consultadas se muestra dispuesta a realizar un esfuerzo económico adicional, de entre el 10% y el 30%, en beneficio del medioambiente. Pero el 34% no puede o no quiere asumir tal sobrecoste.

El factor económico no es el único palo en las ruedas del vehículo eléctrico. Sus detractores se siguen escudando en las limitaciones de autonomía que padecen. El sambenito perdura por más que el alcance no pare de aumentar y cubra con creces las necesidades de cualquier usuario medio. En el 57% de las respuestas se percibe que la “autonomía insuficiente” es un problema inherente a los coches a pilas. El 21% de las personas dispuestas a plantearse el salto al eléctrico demanda para ello que el modelo elegido garantice un alcance superior a 500 kilómetros; un 26% es menos ambicioso, al conformarse con poder recorrer entre 300 y 400 km de un tirón.

Otra rémora recurrente, pero aún por resolver en estos automóviles sin emisiones es la relativa a las deficientes infraestructuras de recarga. La red actual de reabastecimiento eléctrico para vehículos carece de la cantidad de puntos necesaria; también de la calidad deseable, entendiendo como tal la potencia precisa para acortar los tiempos de inmovilización en el enchufe. El problema no se reduce a que exista una red insuficiente y precaria; lo grave es que, además, un inexplicable tapón burocrático impide que entren en servicio no pocas instalaciones de última generación ya finalizadas. l