Diez religiosas llegaron a Renteria –barrio tiempo atrás de Ajangiz y ahora Gernika-Lumo– hace este enero 400 años. Aconteció cuando el beaterio de Ibarruri se vinculó a la Orden de La Merced en 1594. El 8 de enero de 1625 se trasladaron a su la nueva casa, acompañadas del clero de Ibarruri y de su vicario, el padre Domingo Salmerón, quien hizo levantar el acta de la entrada y de la toma de posesión de la casa. Alberto Iturriarte, miembro de Gernikazarra Historia Taldea, publica en la revista Aldaba el nombre de aquellas monjas: Magdalena de Iruseta, comendadora; María de san Juan Iraeta, vicaria; Francisca Rafaela, Marina de la Concepción, Elvira de la Encarnación, Marta de la Paz, Polonia de San José de Zabala, María de Zarra, Dominga de la Ascensión y María de San Lorenzo.

311 años después de aquel arribo, estalló la Guerra Civil tras un frustrado Golpe de Estado de militares españoles contra la legítima Segunda República. Aquel año, la comunidad se componía de 30 religiosas de coro, 5 de velo blanco y 8 novicias. Iturriarte contextualiza aquel periodo: “Para entonces, el ambiente político en el Estado era tan tenso que, como se dice en el libro Cronicón, el padre visitador “pronunció algunas palabras sobre la crisis de la nación, para demostrar la fortaleza y valor que había menester (...) en los calamitosos tiempos que se aproximaban, y exhortó a todas a proceder según Dios y su conciencia”.

Y llegó el nefasto 18 de julio. El investigador de Gernikazarra tiene una visión de cómo eran aquellos días: “En un ambiente en el que los odios y los extremismos políticos se exacerbaron, los asesinatos, fusilamientos, palizas, detenciones más o menos arbitrarias, quemas de conventos e iglesias, así como la represión contra partidos políticos y sindicatos se sucedieron en España”, estima y detalla la situación de Ajangiz y Gernika. “Afortunadamente, en Renteria esas atrocidades no se dieron, probablemente por la inexistencia de elementos políticos extremistas de un signo u otro. Así dejaron por escrito en el Cronicón las religiosas. “A mediados de julio (...) Dios nuestro señor carga a España con la cruz espantosa de la guerra. Esta comunidad redobla las oraciones y penitencias, pidiendo a Dios perdón y misericordia por los crímenes y extravíos que por doquier abundaban”.

Sublevación nacional

Los primeros días tras la sublevación contra el sistema democrático fueron de tensa y angustiosa espera de acontecimientos, siempre según el historiador, quien glosa que la comunidad de religiosas desconocía lo que las deparaba el futuro, y aunque ni en Renteria ni en Gernika-Lumo se produjeron ataques contra sus iglesias, el miedo era libre, máxime cuando “la comunidad mercedaria de Bilbao había abandonado el convento al ser saqueado por los rojos marxistas, y dos religiosas se refugiaron en esta comunidad”.

A los pocos días, el temor se mitigó con la llegada de un piquete armado de nacionalistas vascos (varios de ellos de Renteria, como Iturri, Gabriel Narvaiza, Santiago Chopitea o Baldomero Minteguia), que cuidó noche y día el convento. Así, con el sabor agridulce de saberse el monasterio a salvo (siquiera momentáneamente), pero con la angustia de convivir con una guerra atroz, fueron pasando los meses de verano.

Iturriarte detalla que en octubre de 1936 se produjo el desalojo del convento de las mercedarias. “Vivíamos en un continuo sobresalto esperando el momento que tanto se temía. Y cada vez eran más alarmantes las noticias que se recibían”. Y ese momento tan temido llegó el 15 octubre en el que el Gobierno Vasco decidió utilizar ese convento para alojar allí al batallón Loyola, adscrito al PNV. “Y dado que en épocas de guerra las amabilidades no abundan, nadie avisó por anticipado a las religiosas de lo anteriormente resuelto”. Así, sin previo aviso, tras la comida “sonó fuertemente la campanilla. Eran cuatro hombres que bruscamente pretendían que se abriesen las puertas para ver en qué situación se hallaba el convento. Y, después de haber recorrido todo el interior, nos obligaron a deshabitarlo en el plazo de 24 horas”.

En consecuencia, el 16 de octubre, “la comunidad se despojó del Santo Hábito, vistiéndose de seglar cada cual con lo que podía, (...) Un gentío de curiosos rodeaba el convento esperando la hora de la salida. Los milicianos llegaron por fin con el autobús para llevar a las religiosas a sus casas”. Algunas, según detalla Iturriarte, como Ana María Lejarcegui, Begoña Barandika o Pilar Chopitea fueron a sus caseríos de Zallobieta en Lumo, de Aldekoa en Muxika, y a su casa de Renteria, respectivamente. Pero otras monjas y novicias no podían llegar hasta sus casas por causa de la guerra. Por esa razón, la Madre Superiora decidió quedarse con ellas en la adjunta casa del vicario.

Asimismo, la Madre Superiora (dado que el convento estaba ya ocupado por las tropas militares) ordenó trasladar la parte más importante del archivo del convento a la casa de los Chopitea, “por ser una familia de su absoluta confianza”, valora el investigador. Sin embargo, esa casa con todos sus enseres, archivo mercedario incluido, quedó completamente destruida durante el bombardeo de Gernika acontecido el 26 de abril de 1937 de manos de la Alemania nazi del dictador Hitler y de la Italia fascista del también genocida Mussolini.

“Escrupuloso respeto”

Fue el 20 de octubre cuando llegó el grueso del batallón, compuesto por un millar de soldados “bien aleccionados para no molestar a ninguna religiosa y para mantener un escrupuloso respeto por el convento”. Lo precisa el diario de las beatas: “En medio de nuestra pena tuvimos también un consuelo, pues en otras comunidades las religiosas fueron maltratadas y no se les permitió sacar nada del convento. Y, gracias a Dios, nos trataron bien y se pudo sacar todo lo que se podía”.

Se ordenó a la tropa iniciar numerosas obras en el interior del convento: cocinas nuevas, comedores, lavabos junto al patín de agua... En el Cronicón de las beatas también se da cuenta de lo ocurrido durante el raid. “El bombardeo comenzó a las tres de la tarde, durando más de cuatro horas que fueron de terrible agonía. Todas huimos de la casa vicarial, refugiándose cada cual como pudo, ocultándonos entre matorrales, y pensando que era el último día de nuestras vidas, nos encomendábamos continuamente a Dios nuestro señor y a nuestra Señora Madre”.

Todas salieron ilesas. Informaban de que el convento había sido muy perseguido por haber estado convertido en cuartel. De hecho, en la huerta cayeron nueve bombas, que “hicieron unos hoyos tremendos”. La parte de la cocina y del refectorio quedaron completamente deshechos. Los tabiques interiores, tanto los del convento como los de la casa vicarial, en ruinas, cayéndose a pedazos. Y las ventanas, sin cristales ni marcos. “Pero, gracias a Dios, el edificio grande y el templo estaban en pie”.

A las dos de la madrugada del martes 27 de abril partieron hacia Arteaga y allí, ocultas, pasaron el día “entre innumerable gentío con mil congojas y privaciones. Al carecer de todo, al caer el día volvimos a casa. Pero como no estábamos seguras en ninguna parte, cada cual fue a ocultarse donde mejor podía”.

Tres días después, los autodenominados nacionales, ocuparon Renteria. “Nuestro convento lo hallaron desocupado, pues las tropas enemigas ya habían huido. Pero era tal el destrozo y la suciedad que todo se hallaba inhabitable por completo. Continuábamos en la casa vicarial, con mil privaciones y en medio de las ruinas”, pormenorizaban. Iturriarte estima que a las privaciones materiales y al dolor por el desastre del bombardeo se unía “la congoja terrible de desconocer la suerte de un tercio de las religiosas mercedarias, que se encontraban en la otra zona de la guerra. Sin embargo, poco a poco, fueron apareciendo todas”.

Para el día 24 de septiembre, festividad de nuestra señora de La Merced, toda la comunidad Volvió a juntarse. Sin agua corriente ni electricidad, sin apenas comida, con la huerta destrozada y la casa en pésimas condiciones, la vuelta a la normalidad fue muy dura. “las monjas se afanaron en allanar los hoyos causados por las bombas en las huertas para que comenzaran a dar sus frutos, se adecentó la casa, se levantaron nuevos tabiques... Santiago Chopitea, entre otros muchos, ayudó a reacondicionar el convento que, con el tiempo, volvió a reunir las condiciones mínimas para una vida normalizada, y las monjas retornaron a su clausura”.