ES sabido que en las guerras no gana nadie. Para colmo, los niños se ven obligados a asimilar como adultos las normas de la declaración bélica como si de un juego macabro se tratara. Sin necesidad de echar la vista casi 75 años atrás, a la última guerra civil española, solamente en la última década se estima que han muerto un millón y medio de menores en conflictos armados. Otros cuatro millones han quedado discapacitados, tullidos, invidentes o han sufrido lesiones cerebrales. Alrededor de cinco millones se han convertido en refugiados y doce millones más se han visto desarraigados de sus comunidades.
En la guerra civil, los menores vascos se aferraron a sus juguetes, a sus juegos de calle, a deportes o a las euskal dantzas para combatir el miedo, distraer fallecimientos, distancias... para intentar seguir siendo infantes y no precoces adultos. En ocasiones, los juegos salían por la culata. "Éramos críos que veíamos sufrir a nuestros mayores y, de forma paradójica, les imitábamos. Ganaba el que mataba al otro en peleas. Es curioso, de ser espadachines en días de la República pasábamos a ser pistoleros", analiza un niño de aquella guerra, Juan Uriarte, de Bilbao.
Ya lo dicen los especialistas: los niños reaccionan a su medio ambiente. A pesar de su gran capacidad de adaptación, el efecto acumulativo de las privaciones familiares, económicas, culturales y sociales puede llegar a ser "desastroso", estiman. Cuando la infancia se ve interrumpida por la guerra o por explosiones de violencias sociales muy intensas, la capacidad de jugar está muchas veces -nunca mejor dicho- atacada, y "se hace importante el ayudar a ofrecer espacios de juego privilegiados y hasta, a veces, en condiciones extremas, ayudar a algunos niños a reaprender a jugar".
Alicia Alted Virgil es profesora titular de Historia Contemporánea en la UNED de Madrid y autora del libro La voz de los vencidos. La educadora retrata a los menores como "las víctimas inocentes de la violencia que desencadenan los adultos y que, además, sufren de forma pasiva sus consecuencias. Atrapados en la pesadilla que asoló España, sus juegos infantiles y sus recuerdos quedarán señalados con una marca que arrastrarán durante el resto de sus vidas: la huella de los niños de la guerra".
El pasionista, Doctor en Historia y pedagogo de Kortezubi Gregorio Arrien es concluyente con una frase célebre de su puño y letra: "La infancia es la memoria y somos la infancia, no hay más remedio", valora a DEIA, y agrega que "los niños comienzan a educarse antes de nacer". Y a jugar también, una virtud. Arrien, sin embargo, hace una apreciación: "El juego debe ser sin competición. En nada abogo por competir. Los Juegos Olímpicos, por ejemplo, en tiempos de la guerra fueron un sustrato que fomentó el racismo, trataron de anteponer unas razas a otras", lamenta este vizcaino que ha dedicado la mayor parte de su vida a los estudios vascos y muy especialmente a la educación en Euskadi, "no solo como historiador sino también como docente de varias generaciones de alumnos", le reconoce el escritor Javier Granja.
Se considera que en la Guerra Civil se produjo por primera vez el fenómeno de las evacuaciones oficiales de los niños solos con el fin de alejarles de los escenarios bélicos. Arrien ha escrito mucho sobre ello, y asegura tener pendiente revisitar la infancia de aquellos niños que sufrieron la guerra sin ser evacuados. Un exprofesor de Maristas de Durango le anima a hacerlo: "¡No me gusta la idea ya asimilada por la sociedad de que los niños de la guerra fueron a los que evacuaron! Lo fueron tanto como todos los que nos quedamos aquí, pasándolas canutas y comiendo hasta peladuras de naranjas. Nosotros también fuimos niños de la guerra", reivindica con vehemencia el durangarra.
Unos y otros compartieron juegos casi comunes. Se distraían de la obligada guerra jugando a la txintxu, a indios, a txorromorro, a las tabas, a dola (dólar o pídola), la trompa, canicas, el pañuelito, cromos, saltar a la cuerda o a, por ejemplo, taco y palmo. "En aquellos tiempos no crecía la hierba en algunos campos, mientras que hoy sobre ellos hay cemento o hierba más alta porque los menores juegan en sus casas con el ordenador", apunta Uriarte.
A una lista mayor de juegos había que añadir los deportes, sobre todo la pelota vasca o el fútbol. "El juego es la más importante actividad que los niños realizan en su tiempo de ocio. Para ello, ha de responder a ciertos rasgos: ser una actividad natural que proporcione placer y satisfacción, ayudar al desarrollo de facultades físicas y psíquicas, ser una fuente de relaciones con los demás, ser liberador de tensiones y un medio más de aprendizaje", analiza Arrien con su libro Medio siglo de un centro educativo. Pasionistas de Euba, 1956-2006 en sus manos. La guerra niega el derecho al juego a muchos niños al verse convertidos en precoces trabajadores. El especialista en psicología infantil Justo Perera cataloga como "distorsión" efectos como el citado que desequilibra el desarrollo de los menores. Arrien asiente: "A cada etapa de la psicología evolutiva le corresponde su tiempo y vivirla para pasar a la siguiente. Como educador siempre di importancia al juego por diversión, movimiento por antonomasia. Competir solo se debe hacer contra uno mismo para tratar de ser cada día mejor persona".