Con el pase que le di a Maradona, si no marcaba era para matarlo”, bromeaba muchos años después de aquel partido El Negro Enrique. El entonces jugador de River Plate habla del duelo entre Inglaterra y Argentina en el Mundial de México de 1986, un encuentro que ha pasado a la historia del fútbol como un hito por muchas cosas, todas ellas relacionadas con un hombre, Diego Armando Maradona.

Aquel 22 de junio, en el Estadio Azteca de Ciudad de México, se dirimían los cuartos de final bajo un sol que aplastaba a los 114.580 espectadores presentes. De todos modos, no hacía falta un sol incandescente para que en el terreno de juego saltasen las chispas. El cruce entre ingleses y argentinos llegaba con muchas cuentas pendientes, con cicatrices que aún dolían y que amenazaban con azuzar hostilidades entre los contendientes.

La estrella del Napoli rompió cualquier guión previsto en el minuto 51 al anotar con la mano el 1-0 en las mismísimas narices de Peter Shilton, el guardameta inglés, que a sus 36 años y más de 600 partidos en la élite pensaba que ya lo había visto todo. A los súbditos de Su Graciosa Majestad todavía no se les había pasado el cabreo por aquel gol que no debió subir al marcador cuando Maradona recibió aquel pase del Negro Enrique que exigía una acción a la misma altura. Nadie sabe cuáles eran las expectativas del centrocampista argentino cuando le hizo llegar el balón, pero lo que ocurrió en los siguientes diez segundos está fuera de toda lógica.

Una muestra de ello es la desgarradora y surrealista narración que hizo el comentarista uruguayo Víctor Hugo Morales para una radio argentina. “Ahí la tiene Maradona”, arrancó el periodista, “lo marcan dos, pisa la pelota Maradona, arranca por la derecha el genio del fútbol mundial”. Eso fueron los primeros tres toques del Pelusa, que controlaba de espaldas a la portería inglesa, pisaba el balón para zafarse de dos rivales y lanzaba el balón hacia delante para comenzar una carrera hacia la leyenda. “Deja el tendal y va a tocar para Burruchaga...”. Aquí el sentido común le traicionó a Morales. Maradona nunca tocó el balón para Burruchaga. Ni siquiera se le pasó por la cabeza esa opción. Quizá por eso ningún inglés acertó a robarle el balón, que rodaba pegado a su pie izquierdo. Otro toque, el cuarto, para atravesar el centro del campo. El quinto para recortar, siempre con la zurda, al cuarto rival que se encontró por el camino. “¡Siempre Maradona! ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! ¡Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta!”. El cerebro y la garganta de Víctor Hugo Morales estaban lejos de seguir el ritmo de la zurda de Maradona. El locutor era incapaz de describir en tiempo real lo que sucedía sobre el césped. El que hablaba era ya su corazón que, a pesar de haber comenzado a combinar sístoles y diástoles en Uruguay, desde que el diez se había hecho con la pelota era tan argentino como el tango.

Maradona, mientras tanto, seguía a lo suyo. En la frontal del área recortó a otro defensa y con el mismo pie hizo lo propio ante Shilton. El octavo y último toque fue para empujar el balón al fondo de la portería, justo antes de que un inglés venido desde la mazmorra más oscura de Buckingham Palace lo arroyase a la desesperada. “¡Gooool! ¡Gooooool!”, Morales no cabía en su cuerpo, “¡quiero llorar! ¡Dios Santo, viva el fútbol! ¡Golaaazooo! ¡Diegoooool! ¡Maradona! Es para llorar, perdónenme. Maradona, en una corrida memorable, en la jugada de todos los tiempos. Barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés, para que el país sea un puño apretado gritando por Argentina? Argentina dos, Inglaterra cero. ¡Diegol! ¡Diegol! ¡Diegol! Armando Maradona. Gracias Dios, por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas, por este Argentina dos, Inglaterra cero”.

Al terminar el encuentro, los periodistas no tardaron en rodear a Maradona. Al Pelusa lo fusilaron con preguntas sobre su ilícito remate con la mano en el primer gol, pero dribló a los reporteros con su respuesta tan bien como antes lo había hecho en el césped con los ingleses: “He rematado un poco con la cabeza y un poco con la mano de Dios”.

La histeria colectiva que se vivió en el Estadio Azteca y en toda Argentina estaba más que justificada. Los dos tantos de Maradona, un jugador que no necesitaba las trampas ni más mimbres que sus explosivas piernas para marcar la diferencia en ese y en cualquier otro partido, estaban emponzoñados con el amargor de la venganza. Los dos goles eran las dos caras de una moneda que había estado guardada en el cajón los últimos dos años, desde que terminara la Guerra de las Malvinas entre Argentina y Reino Unido. Era aquel un pago en especias por los 650 caídos en la contienda, por los barcos perdidos, por los aviones derribados y por la apropiación de unos archipiélagos que escocía en el orgullo patrio. Aquellos goles castigaban la arrogancia del imperialismo europeo a través del fútbol, quizás el único escenario donde coinciden todos los argentinos.

Dos décadas después, Maradona colocó en las librerías su autobiografía y con ella reavivó la polémica sobre aquel gol ilegal con la mano: “Ahora sí puedo contar lo que en aquel momento definí como la mano de Dios. Qué mano de Dios, ¡fue la mano del Diego! Y fue como robarle la billetera a los ingleses también”. En 2008 The Sun publicó una supuesta disculpa de Maradona que el indignado Shilton se apresuró a despreciar. El astro argentino, acostumbrado como está a viajar en la montaña rusa que es su vida, no tuvo reparos en desmentir su supuesta petición de perdón: “A los 47 años me parece que pedirles disculpas a los ingleses es una estupidez”. Estúpidas o no, las disculpas serían hipócritas, porque solo servirían para apagar las brasas ocasionadas por un gol que llegó cinco minutos antes del mejor tanto de la historia, de un incendio futbolístico del que ningún inglés encontrará alivio alguno con disculpas o explicaciones. Seguramente, el inglés que mejor encajó aquella exhibición de Maradona fue Bobby Robson, el seleccionador: “Está bien, el primer gol lo marcó con la mano, pero el segundo valió por dos”.