BILBAO. La galopada de Özil asistiendo a Cristiano Ronaldo para que el portugués batiera con maestría a Valdés retrata bien a las claras la fotografía del futuro campeón, porque con su gol no solo firmó la victoria blanca sino que certificó que la corona cambiará de dueño esta temporada -lo del ciclo es otra historia- con su estilo de contragolpe voraz. El Real Madrid, que encadena partidos sin perder desde el clásico de la primera vuelta, asaltó el Camp Nou y recobró siete puntos de ventaja la noche en que Mourinho apostó por tenerle al Barcelona el respeto justo que merece el rival pero encarándole sin temores ni prejuicios. Solo la aparición de Alexis envalentonó ayer a un equipo azulgrana desconocido, perdido entre las piernas merengues y con su gran estrella, Messi, apagada de principio a fin. Fue como si los chicos de Guardiola saltaran habiendo interiorizado el mensaje de su técnico sobre que, pasara lo que pasara, ya habían cumplido con su deber. El Madrid acabó con la tiranía culé, que se aferra ahora a la Champions.

Lejos de experimentos ultramontanos, Mou dispuso de su artillería de gala, la misma que ha devorado registros a lo largo del campeonato, y prestó la chistera a Pep, que sentó a Alexis, a priori renqueante, y al desafortunado Cesc, además de prescindir nuevamente de Piqué, decisión que alimentará el debate acerca de la relación entre el técnico y el central. Pero más que la presencia de Thiago y Tello en el once inicial, chirrió en los primeros compases la línea de tres hombres en la retaguardia que en ocasiones prueba el de Santpedor, ya que quizá no era el día más propicio.

Sacar el balón jugado, no digamos ya con alharacas, le costaba al Barça un horror, mientras Özil y Benzema mordían en busca de un error forzado que pusiera de los nervios a los locales, respetable incluido. Enlazar con el mediocampo era casi misión imposible y cuando se conseguía, Alcántara demostró estar muy verde en la materia de ser quien deba llevar la batuta. A su vez, Di María arropaba de manera encomiable a Xabi Alonso y los huecos que tan bien saben aprovechar los azulgranas no aparecían. Avisó Cristiano con un cabezazo que salvó Valdés (minuto 4) y sobrepasado el primer cuarto de hora el Real Madrid dio el hachazo que mediatizó el resto del envite. Sucedió en un córner, episodios que se han convertido en un dolor para el Barça. Tras una salida dubitativa del meta y una duda todavía mayor de Puyol intentando proteger el cuero, Khedira fue el más listo de la clase para rebañarlo con un toque y mandarlo a la red.

A partir de ahí el equipo blanco se decantó por lo más práctico, retroceder un par de pasos, guarecerse en torno a Casillas, que apenas era un espectadores hasta entonces, y regalarle al contrario el espacio y la pelota. En ese escenario se sintió cómodo porque los de Guardiola se volcaron con una respuesta estéril y que moría en cuanto pisaban el área. No fue tampoco el encuentro de Iniesta, errático, ni de Xavi, que refleja síntomas de cansancio. Pero si alguien no estuvo lúcido fue Leo, desnortado y desconectado, pese a que una asistencia suya posibilitó que su capitán se plantara delante de Iker, que desvió ligeramente a un saque de esquina que no apreció Undiano Mallenco, a quien solo se le reclamó un posible fuera de juego en el primer gol madridista. Es seguro que ayer Mourinho no bajó al parking. No le hizo falta.

el empate, un espejismo Un dato lo resume todo en esos 45 minutos: el Barça no remató ni una sola vez entre los tres palos. Y poco viró el guion en la reanudación, con los culés sobando el balón sin una pizca de profundidad o de chispa, de magia, que encendiera la mecha. Eso sí, Tello tuvo en sus pies en el minuto 54 el empate pero el canterano mandó su rosca a las nubes. Su prestancia y descaro promete cuando se trata de ensanchar el campo, pero un compromiso de tanta enjundia le vino grande en cuanto a productividad. La mejor decisión barcelonista fue la entrada en escena de Alexis, a quien le bastaron segundos para espolear a unos aficionados incrédulos. Tras varios rechaces acertó a derribar el fortín blanco, una muralla que se olvidó de triquiñuelas y apostó por la concentración en un ejercicio defensivo de lo más sublime. El Camp Nou volvió a creer y su equipo se disparó hacia arriba en pos de la proeza. Justo lo que el Madrid perseguía. Tres minutos después se gestó la citada genialidad de Özil y el mazo de Cristiano, que gestualmente se dedicó el tanto y el título, que ya dormía en el bolsillo merengue.

El Madrid, que estadísticamente superó los 107 tantos que logró el conjunto de Toshack, no necesitó siquiera su mejor versión, aquella que ofreció en la vuelta de la Copa, fiándolo todo a su determinación y carácter, a convencerse de que todo estaba en su mano por mucho que en las últimas jornadas dilapidara parte de su botín. El último cuarto de hora prácticamente sobró porque el pescado estaba vendido. Perdió el Barça esa sensación que siempre tiene de que los goles irán cayendo con ser laboriosos y pacientes, y se notó más que nunca, por tratarse de una cita mayúscula, la ausencia de un delantero como Villa, egoísta en el mejor sentido, capacitado, como otras veces plasmó, para resolver este tipo de apuros y atascos. Al fin nadie le podrá recriminar por contra a Cristiano que nunca está cuando el duelo es de caza mayor.

Finiquitada la Liga, toca comprobar las consecuencias. Apenas dentro de 48 horas se la jugarán los de Guardiola en Champions obligados a remontar el gol de Drogba, y solo un día después tendrá el Madrid que hacer lo propio ante el Bayern. Y ni uno puede hundirse en la miseria ni el otro morir de éxito. Es probable que en Múnich vuelvan a verse las caras y no habría mejor sitio para discernir si existe un traspaso total de poderes, algo que, pese a lo acontecido ayer, son palabras mayores. Mourinho saborea su venganza, que, como la gloria, puede ser efímera.