eL año en el que Alberto Contador quiso soñar y homenajear a campeones pasados, en el que pretendió recuperar el ciclismo valeroso, arriesgado, el de los dobletes; en el que salió al rescate de una idea que se soporta en el papel, -porque el folio en blanco todo lo convalida pero la realidad es más arisca y tozuda-, el curso ciclista dictaminó un reparto acorde con los tiempos por los que transita la competición: tres campeones diferentes se concentraron en las grandes metrópolis del ciclismo: Giro, Tour y Vuelta. La carrera italiana tintó de rosa a Alberto Contador en mayo, el amarillo se posó sobre Chris Froome en julio y el rojo fue el color de Fabio Aru en septiembre. El arcoíris, que es todos los colores en uno, se tatuó en la piel de Peter Sagan, un corredor singular, una rara avis, al igual que Alejandro Valverde, que cerró el año con el reconocimiento a su eterna regularidad, otra vez número uno del ranking de la UCI.
Camino de París, centro de gravedad del ciclismo, se evaporó la quimera que perseguía Contador. En la capital francesa prospero, sin embargo, el potenciómetro y la tabla Excel de Chris Froome, que, como los principales espadachines, lo fió todo al Tour, la carrera más deseada, la que redacta la historia, la que ordena los incunables y la que trasciende más allá de la memoria. El británico se cobró su segundo Tour después de lapidar a sus rivales en la primera cumbre. En la Pierre de Saint Martin, desbocado, se embolsó un Tour anestesiado y encapsulado hasta el último fotograma, cuando Nairo Quintana, que corrió atado a los grilletes de la prudencia, se liberó y atosigo al británico. El colombiano llegó tarde a pesar de su ofensiva en Alpe d’Huez, donde Valverde certificó su primer podio en París, un hito para el español. Froome, rey de Francia, consolidó su pedestal. El laurel que más brilla, el que dispone el Tour, la Grande Boucle, descansa por segunda vez en la vitrina de Froome, un campeón discutido y vilipendiado por varios flancos y cuya actuación agitó a sus detractores, que le señalaron como un ciclista ficticio. Esa sombra aplanó el logro del británico, que tuvo que ser escoltado por los gendarmes debido al clima hostil que se generó alrededor de su triunfo. A pesar de ello, Froome demostró que es el rastro a seguir para quien quiera derrocarle en el Tour.
Landa, la gran revelación A Contador no le acompañaron las miradas aviesas en su victoria en el Giro de Italia, su segunda maglia rosa. Al madrileño el desasosiego se lo creó el Astana, el ejército celeste que le exigió hasta el último aliento con su enérgica ofensiva. Fabio Aru, un ciclista a toque de corneta, con el alma pirata, siempre al abordaje y Mikel Landa, la gran revelación del curso, magnífico en el Giro, donde se hizo con dos etapas de alta montaña, a punto estuvieron de voltear al madrileño en la Finestre. Se tambaleó entonces Contador, al que le sostuvo la experiencia y la almohada de tiempo sobre la que descansaba. El Giro, además de reafirmar a Aru como un gran competidor, atestiguó el crecimiento exponencial de Mikel Landa, y la torpeza en el manejo del Astana, que enfrió la opción del alavés para engalanar la pechera de Fabio Aru, ídolo italiano, heredero de Vincenzo Nibali, desperdigado su ciclismo en una campaña extraña, a contracorriente. Aru y Landa, enredados en la estrategia del Astana, contemplaron a Contador en el punto más alto de Milán.
Desde esa azotea, desde los tejados de Madrid, gobernó el espíritu del inconformismo, el patrón de Fabio Aru, vencedor de la Vuelta después de un ataque orquestado por el Astana. En la coreografía kazaja sobresalió Mikel Landa, de nuevo un papel preponderante el suyo. A un palmo de la conclusión de la ronda española perdió Tom Dumoulin -otra de las grades noticias de la campaña- lo que parecía suyo. Al holandés le decapitó el Astana, que le arrastró fuera del podio después de que Dumoulin se plegara en la sierra madrileña. Vacío, deshabitado, La Morcuera fue el punto de no retorno para el holandés, un ciclista que saluda con entusiasmo al futuro. En el reparto final frente a la Cibeles, lugar de encuentro de los festejos en Madrid, Aru sonrió acodado entre Purito Rodríguez y Rafal Majka después de abrir su palmarés en las grandes vueltas.
En el extrarradio de los escaparates más deseados, de los grandes almacenes del ciclismo, también hubo luz, bocados exquisitos y varias delicatessen, entre ellas Alejandro Valverde, nuevamente majestuoso. El español, número uno del ranking de la UCI, completó una campaña sensacional, oliendo a podio de enero a octubre. Tercero en el Tour, logro que le hizo llorar, Valverde conquistó la Flecha-Valona y la Liège-Bastogne-Liège. Su ciclismo, imperecedero, perenne, le ha llevado al primer puesto de la UCI por cuarta vez en su carrera. En ese mismo escenario se balancea Peter Sagan. El eslovaco, un ciclista genial, perteneciente a la estirpe de Valverde, un renacentista que conquistó el mundo en Richmond, donde agarró el maillot arcoíris, estupenda cumbre para un corredor singular, que barre en todos los frentes. Sagan, inconfundible su sentido del espectáculo y su arrojo, -siempre dispuesto a ofrecerse a todas las causas, incluso a las perdidas-, dignifican el ciclismo. El romanticismo de Peter Sagan confluye con el espinazo de las clásicas, en las que John Degenkolb ha subrayado su dorsal. El alemán floreció con fuerza en la Milán-San Remo antes de levantar el pedrusco de la mítica París-Roubaix. Degenkolb homenajeó al pavé con un triunfo sin parangón. El último monumento del año lo cinceló Vincenzo Nibali en el Giro de Lombardia, una conquista que certificó la clase del italiano, rehabilitado tras su expulsión de la Vuelta.