Como tantos grupos y artistas millonarios y ya veteranos de pop y rock, Arcade Fire no pasan en 2024 por su mejor momento artístico. La prueba es que de su último disco, el reciente We, solo incluyeron una de sus canciones en su concierto de cierre del 17º Bilbao BBK Live. ¿Quiere decir que su recital de madrugada fuera un fracaso? En absoluto. Hay pocas formaciones actuales que rindan como ellos cuando se suben a un escenario, tal y como comprobaron los casi 40.000 fans que vivieron una fiesta para el recuerdo con el repaso casi completo de su disco Funeral, el de su debut, editado hace dos décadas, coloreado con éxitos incuestionables del resto de su discografía.

Decía en la previa del festival el máximo responsable de Last Tour, la promotora que impulsa el festival, que la gente arriesgara y picoteara para descubrir nuevos y sorprendentes nombres en la larga programación ofrecida en esta 17ª edición. No se le hizo caso. Muy pocos rechazaron la propuesta de Arcade Fire aunque los canadienses, de sorpresas, cero, desde que saltaron al escenario a las 01.30 horas, un horario tardío para un cabeza de cartel que la organización suele reservar para las propuestas más ligadas a la electrónica.

El grupo, liderado por el matrimonio formado por Win Butler y Régine Chassagne, sigue desprendiendo ese aire de comuna artística y hippie más propia de tiempos pasados, lo que no evita que en directo, sobre los escenarios, se mantengan imbatibles aunque sus últimos discos, especialmente el más reciente, estén lejos de cautivar como en sus orígenes. Y precisamente a ese primer paso, su debut, Funeral, publicado justo hace dos décadas, acudieron para asombrar nuevamente a Kobetamendi aunque ofrecieran 90 minutos más que previsibles.

Riesgo cero, efectividad máxima. Ese fue el resultado de su cita de madrugada, que arrancó con un guiño a uno de sus artistas de cabecera, David Bowie, con una adaptación de su Sound and Vision y el sonido de un cuarteto de cuerdas con el fondo proyectando la imagen de un bosque en llamas en la pantalla trasera, que aparecía enmarcada en dorado, como un cuadro de proporciones inmensas.

El calor del incendio arrancó, entre humo y las flores repartidas por el escenario y los pies de los micrófonos, con las tres primeras piezas de su debut tituladas Neighborhood y denominadas, entre parántesis, Tunnels, Laika y Power Out. Fue un primer fogonazo incuestionable, lleno de energía, de intensidad y de la características que han hecho a los canadienses un grupo de estadio –y, por tanto, criticado por su detractores– por su tendencia a la épica, el inevitable crescendo y los coros –incontables los “oooh” y “uuuh” de la velada–, que muchos critican como un recurso fácil y previsible.

Incluso quienes les consideran los U2 indies deben coincidir en lo imbatible de ese primer arranque del concierto del actual octeto, liderado por el matrimonio y a cuyo sonido no le ha pasado factura la marcha de la formación del hermanísimo y multinstrumentista Will Butler. Su hermano Win, a la voz y guitarra, principalmente –el actual octeto siguió intercambiando constantemente instrumentos durante el encuentro litúrgico– volvió a mostrarse lúcido y entregado, dominador de los tempos, del escenario y del control emocional de lo que sucede debajo de él, con convenientes y constantes sudores compartidos con las primeras filas.

Liderazgo bicéfalo

Si desde fuera todo pareció previsible aunque demoledor en intensidad y resultados, la imagen sobre el escenario del grupo es la del disfrute y la sorpresa continua. Y ahí se sumó con efectividad Régine, que parecía un hada vestida de rojo intenso y que no paró de bailar y de cantar –con su típico tono gritón– mientras saltaba de la batería a los teclados y el acordeón. Y si el concierto pareció un bautismo artístico para ella debido a su sonrisa feliz, qué decir para el percusionista/entertainment/bailarín/corista Paul Beaubrun, que no paró de saltar, girar y animar al público durante los 90 minutos mientras repartía flores entre las primeras filas.

La entrega del resto de Funeral –faltó, principalmente, Crown of Love– prosiguió después, intercalada entre un repaso al resto de los éxitos posteriores de la banda, con el jefe entregado a la misa litúrgica, sudoroso, cantando de rodillas, tirado en el escenario o subido en una plataforma. Éxitos, sí, ya que si algo demostró la cita fue el elevado fondo de armario de los canadienses, que pasaron de puntillas por We, su último disco, del que solo interpretaron Age of Anxiety II (Rabbit Hole) y momento que el líder eligió para entregar una flor a Regine.

Discoteca y épica

Tras él sonó Creature Comfort en un escenario copado por el humo, y el setlist para enmarcar se centró en su etapa de investigación del funk y la electrónica con paradas en Reflektor –con Regine disparada con sus bailes y saltos, y su vestido rojo refulgiendo, como la bola de espejos que pendía sobre lo alto del escenario– y Afterlife, que Win cantó soltando pétalos de otra flor y con otro tributo, en este caso con una coda final y muy irónica al Temptation de New Order. La discoteca volvió a dejar paso a los coros catedralicios y épicos con No Cars Go y Keep the Car Running, con la violinista desquiciada y el liderazgo de los redobles supersónicos del batería.

Ready to Start nos pareció un oxímoron, ya que sonó cuando el grupo enfilaba la recta final de su entrega y Win intentó –al teclado y sin mucho éxito, la verdad– rebajar el ritmo y la euforia con su cita al disco The Suburbs. Confirmada tal imposibilidad, Régine se lució, compartiendo también sudor con los fans, con Sprawl II (Mountains Beyond Mountains). La montaña hervía con la línea de teclado de la canción y se acercó al máximo después con los botes, los cánticos compartidos y la espuma de la popera Everything Now. Y cuando la fusión parecía insuperable, llegó el hachazo final y nuevamente los “oooh” catedralicios de Wake Up. Tras el acelerado final, entre el folk y el pop, Win volvió a mostrar su guitarra al cielo, como en el arranque. Debajo, todo Dios ronco, pero feliz. Sorpresas cero.