en 1968 Balenciaga cerró sus casas, un año después en Donostia, cierre formal ya que la actividad había cesado antes. Medio siglo ha pasado desde entonces y a los capítulos que ha ido sumando la historia se fundamentan en el recuerdo. El museo que lleva el nombre del gran modisto puso en marcha el proyecto de investigación Manos que cosen, en el que se integra desde modistas a cortadoras.

Este proyecto, en el que se han recogido más de 80 testimonios, ha ido dando pasos, pese a las dificultades. Ha sido complicado encontrar los nombres de aquellas manos que cosían y cortaban, y también dar con ellas y recabar su experiencia para saber cómo y qué se cosía en los ateliers de Balenciaga. Es historia, pero también una forma de rendir homenaje a estas mujeres.

Muchas de esas mujeres volvieron a reunirse el viernes en el museo de Getaria, con altas y bajas respecto al año anterior. Algunas se conocen desde hace años y recuerdan anécdotas. Otras no coincidieron más allá de compartir recuerdos coincidentes, como la exigencia de Balenciaga.

Durante el recorrido, guiado por el responsable de colecciones del museo, Igor Uria, esas mujeres, muchas de las cuales comenzaron a coser de aprendizas con apenas 14 años, recordaban a compañeras y los apellidos de las señoras para las que cosieron.

Manos que cosen aún ni tiene conclusiones, pero lo que sí se puede concluir, escuchando las voces que hay detrás de esas manos, es que pasaron muchas cosas, muchas vivencias, en aquellos talleres.

La primera parada en la visita fue ante el vestido de boda de la reina Fabiola de Bélgica. En este momento una voz recordó que desde Madrid se les hizo llegar como presente un trozo del tejido de aquel vestido.

En esa parte de la exposición en las que se les rinde homenaje, una de aquellas magistrales costureras se reconoció en una foto saliendo del taller del brazo de otras cuatro compañeras y reconoció su puesto en otra imagen del taller. Corría la década de los cuarenta.

Lo iban comentando por el camino: “Fíjate, cualquiera de estos vestidos te lo pones hoy en día y sigues yendo elegante” porque el primor con la aguja no pasa de moda, pese a que el modelo vaya ya camino del siglo.

Y en el paseo por los pasillos del museo nombre conocidos que venían a colación: la contable, las clientas, caso de la “la señora de Belausteguigoitia” , las maestras y sobre todo, el maestro.

Recordaba una de estas costureras cómo en una ocasión Balenciaga entró en el taller cuando se cosían unos trajes para el Orfeón Donostiarra. El resultado no le gustó y “los fue tirando por el suelo”, mientras la encargada del taller los iba recogiendo para recuperarlos.

Puntada tras puntada se iba cosiendo el tejido que sustenta los recuerdos de aquellas casi niñas que entraban al taller de Balenciaga por recomendación o, como es el caso de Mariví Herrán, fue recomendada por las monjas de su colegio por lo bien que se manejaba la aguja y el hilo.

Entre las que acudieron a la cita se hallaba alguna modista residente fuera de Gipuzkoa, llegada de Barcelona. Explicaba Uria que, tras cerrar Balenciaga, la costurera entró en el taller de Pertegaz. “Como venía del taller de Balenciaga no le hicieron ni una prueba para entrar”.

En los talleres existía una división de tareas: sastrería, modistería y sombrerería. En la modistería se cosían los vestidos de noche y de novia, “con puntada más floja”. Además, existía una división interna: oficiala, ayudante y aprendiza, y “funcionaban en grupos de tres”. Estaban también las cortadoras. Todo funcionaba como un engranaje perfectamente ajustado.

“Yo entré como alumna porque mi vecina dirigió mucho tiempo Balenciaga, en París, Madrid y Donostia”, recuerda Marisol Campo, que dejó el taller “unos meses antes casarme” y de que cerrar la casa. “Fui de viaje de novios a París, visité la casa Balenciaga y me saqué fotos. Me hacía mucha ilusión”, explica.

“Cosíamos para la cream de la cream”, recuerda Mariví Herrán. Marisol Campo completa estos recuerdos. “Cada vez que cosíamos un vestido de boda para la gente de postín de Donostia, como la familia Gaiztarro, nos invitaban a comilonas. Nos mandaban la comida y bandejas de pasteles al taller. Comíamos cosas que no habíamos probado nunca. Nos ponían hasta mantel blanco”, evoca Campo, y Herrán lo rubrica asegurando “la primera vez que probé el salmón ahumado fue alli”. Por ello, los recuerdos, pese al duro trabajo, son agradables. Coincide al señalar que todas juntas lo pasaban muy bien.

En invierno bajaba el trabajo y sobraba tela y Balenciaga daba orden para se hicieron “cazadoras de invierno para los baserritarras de Igeldo”, donde el modisto tenía su casa. “Había tres tallas: grandes, mediana y pequeña”, apunta Hernán.

Rosa María Abascal no olvida los horarios de trabajo: de 8.30 a 13.00 y de 15.00 a 19.30. “Como no llegaras a la hora te cerraban la puerta. Tenías que esperar diez minutos para que te abrieran y luego te descontaban media hora”.

“Me acuerdo de muchas clientas, algunas ya se han citado en la vista”, subraya Abascal, que tras el cierre del taller de Balenciaga dejó de ganarse la vida cosiendo. “Entré cuando me faltaban unos días para cumplir catorce años, con mucho miedo. Era una cría pero entrar en Balenciaga era entonces una gran cosa”, añade.

Iban a ver a las actrices cuando llegaban al Festival de Cine, asegura Campo, porque aunque no hubieran cosido para ellas sí habían llevado ropa de Balenciaga. Otras veces, asegura Abascal, acababan “hasta el moño” porque tras pasar días cosiendo maravillosos trajes de boda “venía el señor la víspera a decirnos que la novia había adelgazado o que no le gustaba. Y teníamos que volver a empezar o a retocar toda la noche. Pagaban poco, pero la verdad es que lo pasábamos bien”.

También coinciden al señalar que, aunque le conocieron, “Balenciaga no se dejaba ver”. Tras cerrar el taller. A Herrán les ofrecieron finalizar unos encargos ya cursados. “Balenciaga nos venía a buscar con el coche hasta el barrio de Egia donde vivíamos y subíamos a Igeldo” y, después, recuerda “nos dio dinero para que nos compráramos una plancha de vapor”.

A la visita del viernes no quiso faltar Hortensia Vírgala, la modista que se reconoció en la foto. Ella vivió momento muy especiales. “Nos llevaban a París tres meses cuando se necesitaban refuerzos para sacar las colecciones”. Vírgala, que entró al taller con quince años, recuerda que al llegar a París no siempre sabían para quién iban a coser. “Si nos esperaban en la estación del tren el chofer de Balenciaga tocaba coser para Balenciaga. Pero otras veces venían de Givenchy, porque eran amigos y se ayudaban”.

Cuando acababan la colección volvían al taller de Donostia. de aquellos meses pasados en parís Vírgala cobra una pequeñísima pensión, algo que señala entre risas porque le parece curioso. “Nosotras no queríamos rellenar papeles, pero lo teníamos que hacer por si pasaba algo. Acabamos ayudando a rellenar los papeles de muchos emigrantes”, recuerda.

“Hacíamos las colecciones y también lo que llamaba comnisioner, que era cuando venían los clientes de todos los países de mundo, incluso de Japón. Compraban un modelo y compraban el patrón”, explica Vírgala que recuerda que cosió un “un traje combinado azul marino” para Rose Kennedy y también otro traje para la actriz Claudette Colbert.

También le tocó viajar a Roma. “El hijo de una clienta americana que quería aprender a coser se sentaba con nosotras. Luego se quedó allí” recuerda Vírgala, que dejó la casa Balenciaga poco antes de que cerrara. “Por el trabajo pudimos viajar, irnos lejos de casa, algo que no hubiéramos podido hacer de otra manera”, admite.

“Lo pasábamos bien. Mucho trabajo, pero bonito. En Francia nos llegaron a invitar las modistas de allí a sus casas”, evoca con cariño mientras mira uno de los modelos y asegura “con un retoque se puede seguir usando. Ya no se inventa nada, todos son variaciones sobre el mismo tema”.

Y el tema es uno: la maestría de Balenciaga, un hombre exigente cuyo legado puede verse en el museo que lleva su nombre pero que, sobre todo, ha quedado grabado en la memoria de las mujeres que hicieron posible que la magia se hiciera vestido.

pasado y presente. Las costureras de los talleres Balenciaga admiraron el vestido de novia de la reina Fabiola de Bélgica. Algunas recibieron e su día un retal del tejido como recuerdo. Pasado y presente se dieron el viernes la mano en el museo Balenciaga de Getaria: el pasado se guarda a buen recaudo a modo de imágenes y de trajes y vestidos. En el transcurso de la visita algunas de aquellas mujeres que cosieron para Balenciaga, y que llegaron a viajar a París como refuerzo antes de la lanzar sus colecciones, se encontraron en las fotografías con las que se les quiere rendir un merecido homenaje. Fotos: Javi Colmenero