DE los garitos de blues y rock, su escenario primigenio, The Black Keys pasaron hace un lustro a llenar estadios y encabezar festivales con una revisión moderna de un sonido estadounidense más clásico que una hamburguesa regada con una buena ración de refresco de cola. A pesar de las loas, nunca fueron los salvadores del rock de este milenio pero, seamos justos, su actual Let’s rock (Warner) recupera el dúo vitaminado de antaño, con ganas, actitud y la sencillez que le faltaba a su álbum anterior.

The Black Keys lo formaron Dan Auerbach (guitarrista y cantante) y el gafoso Patrick Carney (batería) en Akron (Ohio), la tierra de los añorados Devo, a comienzos de la pasada década. Aunque en sus primeros años y discos apostaron por el blues rock garajero, tan minimal como crudo, apenas poco más que voz, batería y guitarra, el paso del tiempo les convirtió -apenas sin buscarlo- en una de las formaciones capaces de encabezar festivales y llenar estadios.

El salto de popularidad se produjo en 2010 con Brothers, un disco ya más arreglado y mejor grabado que incluía Tighten up y les hizo acreedores a tres Grammy. Tras él llegó El camino, el álbum más accesible de su carrera y el que incluía su mayor éxito, el imparable Lonely boy, una canción tan roquera como accesible y bailable. En otros temas, como Little black submarines o Gold on the ceiling, el dúo alternó las influencias de Led Zeppelin con el rock, el blues y el glam. El álbum vendió casi dos millones de copias y les reportó otros cuatro Grammy.

El precedente más inmediato era Turn blue, un disco repleto de riesgo, psicodélico y negroide que no colmó las expectativas de sus seguidores y que el dúo presentó en Kobetamendi en una gira que acabó como el rosario de la aurora, con la pareja sin hablarse y “quemada”, según reconoció Auerbach, quien ha aprovechado el largo parón para coger energía y revitalizarse con un disco en solitario y ejerciendo de productor en su propio estudio de Nashville.

Camino de las dos décadas de vida, parece que el aire vuelve a correr limpio, artística y personalmente, entre The Black Keys. Así lo demuestra su disco actual, el noveno ya, titulado Let’s rock, que es un intento bastante plausible de recuperar el espíritu del grupo manteniendo los riffs de guitarra infecciosos, la actitud roquista, los estribillos adhesivos y una potencia atronadora, propulsada por una batería colosal. Aunque, eso sí, dando la espalda al sonido sucio y garajero de los inicios, ya con el dúo asentado como uno de los combos mayoritarios de este siglo.

De entrada, el disco no ofrece ningún tipo de innovación estilística. Supone un regreso al blues acelerado que acabó convirtiéndose en rock’n’roll y que les convirtió en uno de los grupos punteros del género. Y suena clásico, primitivo, directo, sencillo y fresco, con el dúo tomando el asiento de Danger Mouse a la producción. “El disco es como un homenaje a la guitarra eléctrica. Adoptamos un enfoque directo, sencillo y prescindimos de aditivos como solíamos hacer”, según Carney.

Como una silla eléctrica El dúo persigue freír a su audiencia con una docena de temas eléctricos y directos. Y lo evidencian tanto en su título -Vamos a rockear, las últimas palabras que pronunció un reo estadounidense antes de fallecer el año pasado- como su portada, en la que se ve la silla eléctrica en la que murió tras una sobredosis de voltios. Y lo logran principalmente gracias a dos canciones pegadizas e infecciosas como Lo/Hi, que resaltan la efectividad de los coros de las únicas colaboraciones externas del disco, las de Leisa Hans y Ashley Wilcoxson; y el single Go, un fogonazo corto y rutilante que rescata algo del garaje de sus inicios... pero con mejor sonido.

La vuelta a las esencias se advierte desde el arranque del álbum con Shine a light y prosigue con Eagle bird, un boggie que remite a los ZZ Top aunque con los amplificadores y el zumbido a medio gas. El resto del disco es como un tobogán que bucea en el rock maduro y templado de Tell me lies; híbridos a caballo entre The Beatles y los AC/DC de Every little thing; guitarras vintage y tradicionalistas en Get yourself together; guiños folk y Americana a lo Wilco en Walk across the water o homenajes a la Creedence en el arranque de la bonita y melosa Sit around and miss you.

Es cierto que la actitud y el sonido parecen domesticados si se compara el repertorio actual con el de sus agresivos inicios, como demuestran los aires pop de Breaking down, pero el álbum remonta al final con los cortes Under the gun y Fire walk with me. Sí, se les ven muchos sus costuras, las de ZZ Top, la Creedence, Lynyrd Skynyrd, AC/DC y, si se apura, hasta Led Zeppelin. ¿Y qué? Funciona aunque al disco le falte un Lonely boy o un Tighten up, pero les servirá para arrollar en su -segura- gira internacional de 2020.