Bilbao - Gap es el recordatorio de un descenso infernal, la cruz de Joseba Beloki, retorcido en el asfalto, el galipote blando, ondulante, que le rompe en mil pedazos. Beloki hecho escombros. En esa bajada, Armstrong, el inmutable, el ciclista que todo lo podía hasta que su mundo de cartón piedra quedó al descubierto, trazó una línea maestra, directa al imaginario colectivo. El texano esquivó la caída que crucificó a Beloki campo a través. Aquella secuencia, Armstrong sobre la bicicleta por la campa, recortando una curva, abrochándose a la carretera, sinuosa y siniestra es uno de esos hitos que cincelaron la leyenda del norteamericano. Años después, la verdad sobre su mentira, le tiró del pedestal de la mitología ciclista. La habilidad que le sirvió para fintar una caída no le rescató esta vez.
El Tour, que camina el presente, -con el triunfo de Rubén Plaza tras dejar a sus compañeros de fuga-, e imagina el futuro, -la batalla de los Alpes; el duelo entre Froome y Contador-, tiende a entretenerse ojeando su pasado, honrando a su memoria. Los códigos del Tour. Uno de ellos bizquea revisando sus arcanos. En 2003, el descenso hacia Gap cinceló dos personajes arquetípicos: la gloria de Armstrong y la tortura de Beloki. En esa carretera desalmada, el asfalto caldoso, repleto de verrugas, después de doblar el Col de Manse, se condensó el Tour en la encorajinada bajada. Allí se trasladaron las miradas.
De eso iba el día de ayer. Todos lo sabían. Igual que todos conocen que Peter Sagan y Vincenzo Nibali son dos de los mejores bajadores. Acróbatas. Kamikazes. Les precede su fama, su talento para montar en bicicleta. “Es algo innato. Eres hábil o no”, dice Markel Irizar, que compartió la fuga del día. Sagan, el eslovaco con rostro de Poulidor, -segundo otra vez después de que en Manse se le escurriera Rubén Plaza-, realizó una bajada suicida, inmensamente bella. Su dominio de la bicicleta, su postura, la cabeza por delante del manillar, el cuerpo planchado a su máquina, descubrió la estampa de un bajador excelso. Una maravilla en picado. Halcón peregrino. Nibali, que es un tiburón, nadó con la misma destreza por el ensortijado descenso, tan inquietante como espectacular, tan morboso como seductor. El campeón de Italia atacó antes de alcanzar la cumbre de Manse y se dejó llevar por el impulso. Atrapó un puñado de segundos en meta por su arrojo. El botín del amor propio. Nibali cayó en la tentación en cuanto olisqueó el descenso. Discípulo de Oscar Wilde. Magnífico su rápel por la montaña repleta de aristas. Un trampa para los torpes y los miedosos.
un gran bajada En ese catálogo sobresalía Chris Froome. El líder pálido se quedaba en blanco en los descensos. Lo decía su postura corporal, un robot en cuanto se precipitaba. Nunca le gustaron, tal vez porque su caminar, su estilo, le generaba desasosiego cada vez que la carretera caía en cascada. Froome, alado hacia arriba, se atascaba en los descensos, donde se bloqueaba, tieso, tenso, cuadrado, hierático, por el miedo a caerse. Hasta ayer. Froome pudo con el vértigo, con la pesadilla de una caída. El británico, que también supo manejarse entre los adoquines, otra superficie que le producía sarpullidos, se doctoró con honores en la bajada de Manse. Plegado sobre la silueta de Valverde, que encendió el grupo de favoritos, -nadie perdió el hilo; ni Quintana, ni Van Garderen ni Contador-, Froome descendió con seguridad, soltura y cierta plasticidad. Nunca será Nureyev, pero pertenece al cuerpo de baile. Uno de sus miembros, Geraint Thomas, que corre para ser primera voz del Sky algún día, conoció la leyenda negra del descenso. El galés, próximo a Froome, perdió el control de su bicicleta cuando Barguil, desequilibrado, le chocó con el hombro. Thomas no puedo siluetear la curva y cayó en la cuneta. Descabalgado. Una caída escalofriante que remitía a otros dramas. Milagrosamente, Geraint Thomas, intacto, no era Beloki, despiezado en 2003. Ni Rik Verbrugghe, ensangrentado en 2006. Ambos abandonaron en camilla Gap. El líder, ileso, se fue de una pieza. Froome también sabe bajar.