bilbao - Se golpeó el pecho con el puño varias veces Mikel Landa mientras una sonrisa aliviada partía la montaña. Retumbaba el alavés, un King-Kong en Madonna di Campligio, la cumbre unida por siempre a la leyenda de Marco Pantani. En esa cumbre completó su última exhibición. En ese cruce de caminos, Landa se descorchó como el mejor de los champanes en un final estupendo en un banquete en el que solo se servía caviar: Contador, Aru y Trofimov eran los comensales. Clarividente en cada una de sus pedaladas, Landa gestionó en el procesador la distancia que le separaba de Trofimov, que envidó en el último kilómetro, para anularle la felicidad y cruzar el arco del triunfo con la jerarquía de aquellos generales que eran recibidos con pétalos de rosa tras sus exitosas campañas en el extranjero. Landa conoce esa historia. La tiene tatuada en la piel. Emigrante. Tuvo que irse para regresar victorioso, pletórico. Emigró a la remota Kazajistán, sede del Astana, el equipo soleado, Mikel Landa cuando se evaporó el sueño de Euskaltel, el equipo que tiñó de naranja Euskadi durante dos décadas. Lejos de casa, de los paisajes, de los olores y los sabores del costumbrismo y la proximidad, Landa abrió los ojos y aprendió rápido. En el proceso, durante una concentración en argentina, a Landa le cambiaron el nombre. Kung-Fu Landa le bautizó el viejo Scarponi. Ayer, en Madonna de Campligio, Landa encontró un tatami, el escenario ideal para realizar una llave maestra y alcanzar en solitario la gloria. A un suspiro le siguió Trofimov, exhausto. Contador y Aru alargaron la vista para ver al risueño Landa explotando de felicidad.

A la dicha que rastreaba desde el comienzo del Giro en las montañas, su ecosistema, -Mikel Landa vive en Murgia, un pueblo recostado al lado de Altube, el puerto que parte Bizkaia y Araba-, espíritu de sherpa el suyo, llegó Landa en una escalada única, donde alternó estrategia, inteligencia táctica y unas piernas que se recuperaron con entusiasmo del castigo de la crono del sábado. Lo que padeció en la eterna contrarreloj, donde Contador le dobló, lo disfrutó con creces en las rampas de Madonna di Campligio, un puerto al que únicamente se presentaron una docena de corredores. En esa reunión Astana, poderosísimo, situó a más de medio equipo en el desenlace de la etapa. La escuadra kazaja aisló a Contador a las puertas de Madonna di Campligio. Cataldo, peón de Aru, era un lebrel, que aligeró el grupo con una marcha infernal. La cabalgata de las Valkirias era la banda sonora en las rampas que asfaltaba el Astana. Cuando Cataldo se desgastó, Tanel Kangert, que se mostró poderoso en Monte Berico, tomó el testigo y aniquiló lo poco que se sujetaba. Lo que parecía un encuentro de familia numerosa con Mikel Landa, Fabio Aru (Astana), Alberto Contador (Tinkoff), Leopold König (Sky), Andrey Amador (Movistar), Iuri Trofimov (Katusha), Steven Kruijswijk (LottoNL) lo convirtió en un encuentro íntimo. Petit comité.

En las entrañas de la montaña, indigesta para la mayoría, se sostuvieron Landa, Aru, Contador y Trofimov, engomado, intentado que la cuerda que le enlazaba con el trío de ases no se deshilachara del todo. Madonna di Campligio tomó aire antes de azuzar el fuego. El fuelle lo manejó Mikel Landa. Giró la tuerca y Contador, un respingo, el radar activado, se planchó a su estela de inmediato. Contador, que subía silbando, tarareando, estiró el ataque de Landa, que desnudó a Fabio Aru, silente, sin una frase que llevarse a la boca. Durante medio kilómetro las dudas se instalaron en los pedales de Landa. El alavés era más fuerte que su líder. Aru, centinela del madrileño, conectó con dificultades y en su esfuerzo por recobrar el aliento arrastró a Trofimov, escondido en la trastienda. En el escaparate se mostraba el brillante Landa, pletórico, inmenso. Astana disponía de superioridad numérica en el tablero, pero era Contador quien poseía el joystick de la carrera. Patrón del Giro respondió con contundencia al intento de Aru, con más orgullo que fuerza. Landa midió entonces al madrileño. Fue un test rápido. Se convenció Landa que Contador manejaba los hilos de la etapa y de la carrera. Se decretó una tregua. Armisticio.

el momento perfecto La paz la quebró el inopinado Trofimov, que aprovechó la quietud, la maneta de freno del trío, para lanzarse como el maravilloso hombre bala a un kilómetro de la llegada. Sonó el cañón y voló el ruso, que agarró un puñado de metros. Entonces Landa recordó dos pasajes recientes en su cuaderno de bitácora: uno el de su triunfo en Aia, donde midió cada pulgada antes de vencer el espantoso desnivel del muro de Aia para vencer; y otro el de su cabreo en Campitello Matese donde le faltó brea para echar el lazo a Beñat Intxausti. Realizó el cálculo. Ahora o nunca. Restaban quinientos metros. La distancia idónea.

Apretó todavía más Landa y se despegó de Contador, contemporizador, y Aru, centrados en su vis a vis. Pleno de potencia, revolucionado el motor, Mikel Landa, imparable, un avalancha, dejó clavado a Trofimov, acartonado frente al alavés. Liberado, sin grilletes, esposados Contador y Aru -el madrileño, que es más listo que los ratones colorados, le birló cuatro segundos a Aru en meta después de rascar otro par de segundos en una bonificación antes de insertarse en las rampas de Madonna di Campligio-, Landa se atusó. Su mejor perfil para una imagen histórica. Coreografió su llegada, en solitario, los brazos abiertos, una sonrisa recorriéndole el rostro de punta a punta, la mirada feliz, extasiado, a varias cuadras del puñetazo que le lanzó al manillar de la rabia en Campitello Matese tras escoltar a Intxausti. En Madonna di Campligio se golpeó el corazón, bombeándole gozo a borbotones. Gigantesco Mikel Landa.