"MI vida es un poco rara”, anuncia Esther Acasuso, a sus 83 años, acomodada en el sofá de su vivienda, en el barrio Lutxana de Barakaldo, una vez que su perro, Toby, se ha colado hasta el ascensor para recibir a los visitantes y cosechar las pertinentes caricias. “Mis padres se separaron en el año 1943, cuando yo tenía dos años. Estaba ella planchando, le pegó una bofetada y dijo: A mí no me pegas la segunda. Dejó escrito en una carta, como si fuera un notario, en qué fechas le había dado una torta y ella le había dicho: Tú aquí ya no duermes más. Lo fue anotando y lo hemos sabido todo”, cuenta, apenada porque perdió en una mudanza aquel documento donde quedaba registrado el detonante que cambió sus destinos. “Yo quería ser veterinaria, pero con 12 años me tocó ir a trabajar para ayudar a mi madre a tirar del carro”, dice, consciente de que era una mujer adelantada a su tiempo. “Tenía mucho carácter para hacer lo que hizo, pero era muy madre para tratarnos como niños que éramos. No tengo malos recuerdos”, asegura. Bueno, sí, un par. “Alguna niña en la escuela me hacía bullying y me decía: No jugamos contigo porque no te quiere tu padre, pero yo lo contaba en casa, mi madre y mi hermano me respaldaban y no necesitaba más. Jugaba con las que querían y no hacía caso al resto”, relata Esther, a quien también le entristece el estigma que sufrió su madre. “Llevaba la cruz de la separación porque entonces cualquiera no lo hacía. Yo no la he conocido joven. Iba vestida tipo Doña Rogelia, con un abrigo que se había hecho con una manta de las que usaban los burros, aquellas feas con una raya roja”, detalla. Por lo demás, evoca su infancia con una dulce sonrisa. “Cuando mi madre venía de trabajar, lavando sacos en la Española de Explosivos, que hacía fertilizantes, se sentaba en la cocina a jugar a las tabas conmigo. Ella igual no cenaba, pero yo iba a las excursiones del cura, como las demás. Me dio una niñez buena, solo que a los 12 años tuve que volar como un pajarito para trabajar de recadista en Bilbao”. Su sueño de dedicarse a curar animales se esfumó y se consoló con atender a sus mascotas. “Teníamos un perro pomerania y un gato y se llevaban de maravilla. Las vecinas, de chavala, acudían a donde mí si había que mirarles el culo a sus animales o darles una pastilla. Sabían mi debilidad”. La de Esther fue una de tantas vocaciones femeninas perdidas.
“Mi madre llevaba la cruz de la separación porque entonces cualquiera no lo hacía. Trabajé para ayudar a tirar del carro”
Nacida en la Maternidad de Solokoetxe y criada en Lutxana, Esther apenas convivió dos años bajo el mismo techo con su padre, con el que, sin embargo, tuvo trato hasta que murió. “Mis padres se cruzaban en el barrio y no se saludaban, pero ella era muy civilizada y nos dejó tener relación con él. De pequeña yo no lo sabía juzgar, pero cuando he sido mayor, he dicho: Olé sus…”, se autocensura, orgullosa de la mujer que los sacó adelante en una casa alquilada. “Mi hermano, 13 años mayor que yo, enseguida empezó a trabajar en un taller. Yo era buena estudiante, habría podido hacer la carrera de Veterinaria perfectamente”, asegura. Pero tuvo que levantarse del pupitre y patearse las calles como recadista de un almacén de bisutería de General Concha. “Un día le dije a mi madre: He estado en un sitio, en Las Cortes, donde había unas señoras con el pelo de color zanahoria y azul. Se llevó un susto...”, recuerda con picardía. Más adelante le encomendaron “cargar con las dos maletas del representante por todo San Francisco hasta Atxuri para que él fuera tranquilo con la carterita”. Después trabajó como recadista en sastrerías y aprendió el oficio. “Pantalones, chaquetas, ojales, lo que me mandaran. Los fines de semana, para entretenerme, repartía pasteles por la Gran Vía. Así hasta los 28 años, que me casé”, dice.
Viuda desde 2016, Esther no tiene más que buenas palabras hacia su marido. “Era tornero en la Balco. Planchaba y sabía hacer de todo. Posiblemente le enseñara su madre porque se quedó viuda con cuatro hijos y él era el pequeño. Me permitió tener mucha libertad”, valora y dice que volvería a casarse con él, “a pesar de que cuando se enfadaba, echaba un mecagüen” y de que no le gustaban los animales. “Tuvimos 15 años una gatita muy chula que supo conquistarle. Luego, al enviudar, me trajeron a este con dos meses y le he enseñado a saludar, ¿verdad? Hala, tranquilo”, le dice a Toby, que se marca otra ronda poniendo ojitos para que lo mimen.
Siendo madre hizo el bachiller
“La primera nunca es la última. Podemos vivir solas sin necesidad de que nos sacudan”
Madre de un hijo de 54 años, que vive con ella, cuenta cómo cuando empezó a ir a la escuela, ella retomó los libros. “Me fui al centro de promoción de la mujer, en Zorroza, e hice el bachiller. Ahí se acabó mi vida estudiantil. Veterinaria habría sido si la situación no hubiera sido tan difícil”, comenta. Lo que sí se sacó fue el carné de conducir, ya que su marido no quiso, y se reinventó como comercial. “Vendía por las casas unos productos de limpieza americanos y, luego, una batería alemana. Se ganaba mucho porque es una pieza que vale para toda la vida, pero se paga muy bien. Seguí yendo con mi 127 y las maletas a representar y así salimos adelante”, relata. Hasta 1983, cuando “hubo un bache económico parecido al que hemos pasado” y decidió colgar las botas. “Alguna compraba porque lo hacía su vecina, pero luego yo tenía que ir a la puerta a reclamarle que pagara porque devolvían las letras, así que dije: Esther, a casa”, cuenta esta mujer luchadora, que cree que ahora muchos jóvenes “se acomodan a vivir con los padres y alargan los estudios o cambian de carrera. Antes no nos lo hubieran ni permitido. Los hemos criado mal”, se mete en el saco.
De carácter “inquieto”, mientras su marido “leía el periódico sentado en la butaca”, ella aprovechaba para “fundar, con otras chicas, la asociación de mujeres del barrio”, con la que ha estado trabajando 25 años. “Llegamos a estar hasta 300. He visto de todo y yo les decía siempre: La primera nunca es la última. Después de una, suele venir otra y, después, otra. Hay que defender la situación y salir adelante, que sí valemos”, subraya. Aunque ella “estaba muy a gusto” con su marido y considera que “en pareja la vida es más completa”, aboga por la independencia de las mujeres. “Podemos vivir solas o con los hijos sin necesidad de que nos sacudan”, defiende.
A las mujeres que son acosadas las anima a denunciar, tal y como ella hizo cuando un encargado le dio un azote y le respondió con un sopapo. “Luego vino con una zanahoria tremenda: Toma, por si lo necesitas. Digo: Igual lo necesita tu mujer, pero esto no va a parar aquí, Manolo. Y fui a la oficina y le suspendieron un mes de sueldo y empleo. Soy buena, pero he tenido y tengo mucho carácter porque así me enseñó mi madre”.