Zeberio

En el caserío de los Uria las vidas, más que por años, se cuentan por siglos. Pero Lorenza y Julián no parecen haber pactado con el diablo ni tener ninguna pócima mágica en el arcón. "¿El secreto? Ninguno", asevera Felisa Bengoa, consciente de que tener una madre y un tío centenarios no es habitual. "Comen de todo, vainas, lentejas y puerros, lo que haya", afirma. De elixires de la eterna juventud, ni rastro en el menú. Y si Felisa dice que no hay truco, habrá que creerla. ¿Quién va a dudar de una octogenaria que te recibe en su cocina, sin aditivos ni colorantes, con el delantal puesto?

Sorteado un perro que, a juzgar por sus ladridos, no agradece la visita, al final de unas escaleras lavadas por la lluvia, el marido de Felisa, Miguel Ugalde, abre la puerta de su caserío, en Zeberio.

En un pequeño salón, donde un reloj de pared parece marcar las horas en vano, Lorenza espera en silencio, sentada en su silla de ruedas, a su hermano. Julián llega enseguida, encorvado, apoyando sus cien años recién estrenados en una cachava. Apenas hablan. Así que Felisa, además de sus manos, les presta la voz. "En el cumpleaños del tío ya tuvimos pasteles. Habríamos hecho alguna comidita, pero hace frío y, ahora que están bien, no nos atrevemos a sacarles para que no cojan catarro porque éstos, luego, poca duración tienen", dice temerosa, como si se les fuera a agotar la pila.

Aunque haya que tener cuidado con las corrientes, los hermanos Uria, toda una vida trabajando en el campo, tienen una salud de hierro. "El tío no toma ningún medicamento y ella, una aspirina para la cabeza", dice, apoyada en el quicio de la puerta, su hija. La fortaleza de superhéroes rurales no les viene de familia. "El abuelo se murió con 68 años de una pulmonía y la abuela, con 72. Tuvieron otra hermana, pero también falleció", cuenta Felisa, que los tiene entre algodones. "En el pueblo me dicen que si no estuviesen conmigo, no vivirían tanto tiempo. Ellos están contentos. Como se les hace todo lo que quieren... Mimaditos", admite.

Muy a su pesar, Felisa interrumpe la conversación. Lleva demasiado tiempo de pie y le duele la espalda. "Más joven y estoy fastidiada", reniega a sus ochenta años, convencida de que no alcanzará los 103 de su madre. "No pienso que llegue porque me duele la cintura, tengo la tensión...", lamenta, mientras se ofrece a continuar la charla en la cocina. Antes de acomodarse en una silla, dibuja el árbol genealógico de los Uria. "Ella se casó, se fue a Galdakao, pero enviudó con 21 años y dos hijas, y volvió a Zeberio. Ahora tiene seis nietos y cinco bisnietos. Él es soltero", apostilla.

Julián hojea el periódico

"Al tío le encanta ver pelota en la tele, es forofo de Titín"

El despertador de los ancianos no suena antes de las diez. Julián se viste "poco a poco". Lorenza necesita ayuda. El desayuno, a pedir de boca. Leche con sopas y un poquitín de café para él y para ella leche con cinco galletas maría. "Entonces se van a la salita y ahí suelen estar mirando. Hablan entre ellos cuentos de antes. Que si el tío le dice a la madre que ha visto a fulano, esas cosas...", revela Felisa. Tras la comida temprana, hacia la una o una y media del mediodía, se echan una hora de siesta y vuelta a empezar, "a la salita o a la cocina".

Si en la sala de estar -nunca el nombre fue tan descriptivo- Lorenza y Julián pasan las horas mirando por la ventana y hablando del tiempo, en la cocina se asoman a la pantalla del televisor, donde el anciano clava su mirada, a la sombra de una txapela añeja, complacido. "Le gusta mucho la televisión. Le encanta ver pelota. Es forofo de Titín", detalla Felisa. Él, casi sin pestañear, parece interesado en un programa matinal, aunque apenas oye. Y si en el aparato sale una chica algo ligerita de ropa, ni rechista. "Mirar y callar. No dice nada. Y mirar bien, ¿eh?". Tampoco los matusalénicos hermanos comentan las noticias. "Sólo miran", insiste Felisa.

A pesar de que algunos no pueden vivir sin móvil ni internet, a Lorenza y Julián estos inventos se las traen sin cuidado. Y el iPad de Apple, recién sacado del horno, no digamos. A lo sumo Julián se entera de lo que pasa en el exterior hojeando el periódico. "Lo pequeño no lo ve, pero lo mayor lo lee y mira las fotos. Me suele decir: Oye, mira, ¿éste no se parece a fulano? A él siempre le parecen conocidos", comenta su sobrina. "Si hay alguna revista, también la ve. El tío se entretiene mucho", dice. Lorenza, no tanto.

Lorenza "se quita" 21 años

"Menudos bichos, se cuidan mucho el uno al otro"

Junto a su hermano, Lorenza observa. No se sabe muy bien qué. A su hija no le cabe duda de que son felices. "Menudos bichos. Se cuidan el uno al otro. La hermana le pide algo, un poco de agua o una galleta, y buuu, ése enseguida se lo hace", da fe esta mujer, campechana donde las haya. "Y la otra, igual está aquí durmiendo el tío, sentado en la cocina, y tiene miedo de que se caiga al suelo. A veces suele preguntar: ¿Dónde está el tío? En el comedor se va a enfriar. Se preocupa mucho por él", asegura.

De los labios de Lorenza, sellados a cal y canto para los extraños, sí salen, cuando está a solas con los suyos, algunas palabras. "Me suele decir: ¿Vive fulana? Sí, ama, ya vive. Ah, pues no me ha venido a visitar. Ya vendrá, no se olvida, porque ya me suele preguntar por ti, le digo". También se interesa, de vez en cuando, por alguna persona que desgraciadamente ya está difunta. "A veces me pregunta y le digo: Ama, ésa ya se murió. Qué memoria más mala, suele decir".

Consciente de que ha arrancado más calendarios de lo habitual, Lorenza no afina, sin embargo, con su edad exacta. "Yo tengo muchos años. ¿Cuánto duraré?, suele decir". En alguna ocasión hasta se ha restado un par de décadas, pero más por despiste que por coquetería. "Se rompió la cadera y cumplió los 101 años en el hospital de Galdakao. A primera hora le fue a visitar el médico y le dijo: Lorenza, ¿cuántos años tiene? Yo, muchos, ochenta, contestó ella. Para ochenta estás muy guapa, pero para 101 bien cuidada, le dijo el médico".

Ostentar el título de los más veteranos de Zeberio también tiene sus inconvenientes. Lorenza y Julián han dejado a muchos familiares y amigos en el camino. "Vive un primo, pero los demás han muerto", hace recuento Felisa. En la otra cara de la moneda, ella ha conocido a sus biznietos. "Se pone muy contenta. Vienen los hijos solos y les dice: ¿Cuándo traéis a las hijas? Bueno, amama, la próxima vez".

Lo que más le gusta a Julián es el almuerzo, aunque tampoco le hace ascos a un cocidito. "Come alubias con tocino con cien años", subraya Felisa. "Y a nosotros nos lo quitan los médicos", bromea Juan Antonio Uriarte, Pirras, un amigo de la familia, artífice del encuentro con la abrigada pareja de centenarios.

Julián, que ha estado trabajando, como quien dice, hasta antes de ayer, se lamenta porque ahora no lo puede hacer y recuerda tiempos pasados.

"Suele hablar de que estuvo con las ovejas no sé en qué monte", relata Felisa, mientras su marido, Miguel, dice llevar bien eso de tener una suegra incombustible. "Estoy encantado de que también haya cumplido los cien el tío", asegura, aunque a él no le gustaría llegar a esa edad a toda costa. "Si me pudiera yo defender, bien, pero para andar así, en silla de ruedas, preferiría morir antes", confiesa. Al filo del mediodía, llega la despedida. "¿Qué tal está?, Julián, que no toma ni una botica". "¿Medicamentos? ¡Si alguna vez se quita por sí!", sentencia. Y como más sabe el diablo por viejo, cualquiera le quita la razón.