L O primero que pensó Ruth Castedo al aterrizar en Bilbao fue: “¿Qué hago yo aquí?”. Una pregunta que para muchos puede resultar sencilla de contestar pero que no lo fue para esta boliviana. Huyó de la infelicidad de su tierra en busca de un futuro mejor, y gracias al apoyo que ha recibido durante 12 años en Zabalburu, ahora, se ve capaz de superar cualquier obstáculo. Se siente más fuerte que nunca gracias a su nueva vida. “La gente de Bilbao me ha dado lo que nunca me dio mi país”, confiesa emocionada. Ella es una de los miles de inmigrantes que un día hicieron de Bilbao su hogar.
Desde niña siempre soñó con ser repostera, formar una familia y sobre todo, ser feliz. A sus 58 años aún se entristece por no haber cumplido nada de eso. No tuvo una infancia fácil. Sus padres se separaron cuando era muy pequeña y, en su memoria, solo almacena fuertes discusiones dentro de su hogar. Intentó que nada de esto le perjudicase en el colegio, aunque confiesa que no le gustaba estudiar. “Era muy cabezota y no me gustaban las matemáticas, así que le suplicaba a mi madre que me sacase de ahí. Para mí ir al colegio era una tortura”, explica.
A pesar de su corta edad, lo único que quería era trabajar. Cada día le rogaba a su madre que le diera su permiso para dejar los estudios. Finalmente, con 11 años, logró que le apuntara a un curso de costura. Pero pronto se dio cuenta de que no era lo suyo. “En vez de ir para adelante con la máquina iba para atrás. No me gustaba. Lo que yo quería realmente era ser repostera”.
Casi roza con la punta de los dedos ese anhelo. Su madre accedió a pagarle la escuela de repostería. Allí estuvo Ruth hasta que su familia no pudo hacer frente a los costes. Aprendió lo esencial, pero según ella se quedó en lo más bonito. “Me iban a enseñar cómo decorar pero ya no pude ir a más clases porque eran muy caras. Fue una pena”, admite.
Se considera una persona muy dinámica, y ya entonces necesitaba sentirse realizada. Esta vez, quería vender. “Mi madre siempre cosía mucha ropa con una de mis hermanas y luego lo vendían en una feria de ropa muy grande que había”, relata. Así que en un puesto que le cedió su madre comenzó una nueva aventura. Ruth tenía 15 años. No se le daba mal, el primer día vendió toda la ropa interior que le habían dado para esa jornada. “Tuve que pedir que me diesen más porque me quedé sin nada”, dice entre risas.
Pero de repente, un día, el destino se puso en su contra y le robaron todo el textil que tenía. Se vino abajo pero no desistió en su afán de trabajar y rápidamente encontró un puesto en una tienda planchando y arreglando camisas para que estuvieran a punto para su venta. “Todo iba bien. Me gustaba y mi jefe era muy bueno”, recuerda.
En esa época, en la que apenas era una adolescente, conoció a su primera pareja. Ahí comenzó su calvario. Se quedó embarazada y “no le trataba bien”. No era feliz. “El mismo día que se casó conmigo también se comprometió con otra”, recuerda. No era la vida con la que había soñado. Así estuvo durante años hasta que decidió emprender un nuevo camino. “Una sobrina, durante una comida, me dijo que se iba a venir a Bilbao. Le dije que si ella venía yo también lo haría”. Dicho y hecho. Hizo sus maletas con lo imprescindible y de la noche a la mañana su vida pegó un cambio. Estaba en Bilbao, sin saber muy bien qué hacía lejos de su tierra. Durante los primeros meses, hasta que encontró un trabajo se hospedó en un piso de otra sobrina que ya residía en la villa desde hace un tiempo. En su primer puesto de trabajo en Bilbao cuidaba de una señora y forjó una bonita amistad con ella. Pero nada es para siempre. De la noche a la mañana su fiel compañera falleció y desde entonces intenta encontrar algo con lo que mantenerse económicamente.
Desde 2006, año en el que se instaló en el barrio bilbaino de Zabalburu, Ruth ha recibido el apoyo incondicional de la asociación Etorkinekin bat, una entidad que reúne a personas de diferentes países, razas y culturas. “Allí todos somos iguales”, dice. Bilbao le ha dado muchas sorpresas, entre ellas, descubrir que ya tenía orígenes vascos. De manera fortuita descubrió que sus abuelos eran vascos pero se fueron a Bolivia en la Segunda Guerra Mundial.
Se siente feliz porque durante todo este tiempo ha sentido el calor de los bilbainos. Pero siente la necesidad de ver a su familia y conocer a sus seis nietos. Todavía no ha tenido la oportunidad aunque a menudo habla con ellos por teléfono. No sabe cuándo volverá. El tiempo lo dirá pero lo que sí tiene claro es que le gustaría enseñarles la villa a su familia.