De un plumazo despejó el Athletic cualquier atisbo de duda para regocijo de San Mamés. Ahuyentó fantasmas, dejó claro que lo de Granada fue una mera anécdota, y llenó el depósito de la autoestima con una actuación de enorme impacto, seguramente la más redonda hasta la fecha, digna de un equipo con aspiraciones fundamentadas. Lo hizo a costa de un adversario de cuidado, algo que se le había resistido en el campeonato. Redujo al siempre inquietante Atlético de Madrid con seriedad, constancia y múltiples recursos. La identidad del visitante define la auténtica dimensión del fútbol ofrecido por los hombres de Ernesto Valverde. No es nada sencillo ver al grupo que dirige Simeone en una versión tan pobre, pero este sábado no le quedó otra que agachar la cabeza y consolarse con que el marcador no reflejase ni por asomo el abismo que hubo sobre el césped en términos de calidad, intención y poderío.

Casi nunca el Atlético se ve sometido a un castigo tan contundente, cuesta mucho hallar un comportamiento impropio de su categoría como el presenciado esta vez. Y no existió más razón que el ansia desbordante que exhibieron los rojiblancos desde el mismo inicio. Durante más de una hora, el Athletic golpeó la estructura colchonera con saña y sin embargo con estilo, equilibrio y criterio. Quizás, más que golpear el término adecuado sería agujerear. Explotando todo el ancho del terreno, el Athletic acabó por convertir al oponente en una caricatura, impotente para frenar las acometidas o enfriar lo que derivó en un ataque sostenido que incluyó un número de aproximaciones peligrosas inaudito.

El Athletic se comportó como un torbellino, salpicando de llegadas, remates y oportunidades como por un tubo su neto dominio de la situación. Una exhibición de fútbol eléctrico y profundo que desfiguró por completo al rival, incapaz de amansar la fiera, constantemente obligado a recular, y ni así pudo interrumpir el alarde de los hombres de Valverde. El único pero que cabía poner a la puesta en escena, el resultado, si bien habrá que admitir que el empate sin goles al descanso fue fruto de la casualidad o del infortunio. Qué otra lectura realizar después de asistir a la colección de intentos en el área de Oblak, la mayoría bien culminados.

La decena de ocasiones en la primera mitad, dato de formidable elocuencia, podría sugerir desacierto de los rematadores, pero qué va. En realidad, este reproche solo sería aplicable al penalti que Sancet envió fuera por querer ajustar en exceso su envío a una escuadra. No existe atenuante para el fallo desde los once metros, pero por lo demás nada que reprochar cuando dos chuts, a cargo de los Williams, fueron escupidos por la madera con el portero batido, quien a su vez frustró al límite sendos tiros de Guruzeta, este sobre la misma línea de gol, Nico Williams, que se plantó algo escorado en el área y no cruzó lo suficiente o Sancet, con un exceso de rosca y Oblak haciendo la estatua.

Semejante caudal ofensivo obedeció básicamente a la impresionante intensidad con la que se empleó el equipo. Salió a encajonar al adversario con total convicción, le cerró todos los pasillos interiores condenándole a vivir permanentemente lejos de la línea divisoria, abocado a tocar y tocar hundido, sin opción de progresar. Y el Athletic se hartó de castigar cada pérdida colchonera con una respuesta siempre vertiginosa, a toda pastilla. Con Sancet clarividente y secundado por la acertada colocación de Herrera y Prados, para proyectar a sus compañeros, no solo los extremos, también los laterales, todos enchufados, con valentía para encarar y probar suerte. 

La previsión apuntaba a un pulso sostenido de dos concepciones con escaso parecido, dos formas de entender el juego, en lo táctico y asimismo en la lectura y el ritmo. Más moldeable el del Atlético, pues el Athletic funciona bastante a piñón fijo. Bueno, pues ese contraste ni asomó, la pujanza local arruinó cualquier debate futbolístico. Minimizó el variado catálogo que se le atribuye al Atlético, que bastante tuvo con no arrojar la toalla. Hubiese sido comprensible, pero lo evitó la ausencia de gol.

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En imágenes: así ha sido el saque de honor de Jon Rahm en San Mamés Efe

El Atlético únicamente pudo aferrarse al guiño que le lanzó el azar y Simeone pronto buscó remedios para detener la sangría. Cambió el dibujo, reforzó la zona ancha con un doble relevo, pero en vano. El Athletic no podía parar quieto, menos después de sentirse tan pletórico. Era cuestión de insistir y Guruzeta irrumpió en el área, a la espalda de la zaga para empujar un centro de Herrera. Por fin. Suspiró la grada, no los futbolistas, que no cejaron en el empeño. Cumplida la hora, Lekue detectó el desmarque de Nico Williams, quien en ausencia de amigos en el área optó por buscar una rosca de zurda que entró por el sitio al que ningún portero llega.

Golazo y tranquilidad. Aún Iñaki Williams, en otro regalo de Sancet, puso a prueba a Oblak, la excepción en medio de la grisura madrileña. Para entonces, Simeone contaba con dos delanteros más y prescindía de Griezmann, desaparecido. De nuevo volvía al dibujo original. No fue esto lo que deparó veinte minutos diferentes a cuanto ocurrió previamente. El descomunal esfuerzo combinado con la confortable ventaja hizo que el Athletic cediese unos metros y que las maniobras del Atlético empezasen a desarrollarse más cerca del área de Simón.

Tuvo trabajo el meta del Athletic en esa fase, abortó un par de llegadas comprometidas, ambas de Llorente, aunque el dominio ejercido por el Atlético apenas generó apuros. No fue una sensación agobiante, ni nada que pudiera preocupar. Ya era cuestión de aguantar con orden y concentración, cosa que se produjo. Valverde tardó en refrescar sus filas, reapareció Vesga y metió a dos chavales para que hubiese piernas. Unai Gómez estuvo cerca de ampliar el margen, a pase de Yuri, y el espectáculo derivó en un quiero y no puedo del Atlético. Minutos intrascendentes que no restan un ápice de valor al triunfo y al rendimiento global, ciertamente espectacular.