Nueva goleada. En un partido para disfrutar, el Athletic se cenó al Almería. Se regaló un banquete. Estableció diferencias pronto y sentenció en la reanudación, destrozando a un conjunto que vino herido y se fue hundido. Todas las derrotas del Almería se habían registrado por la mínima, dato que quizás aconsejaba tomarse el choque con una pizca de prudencia, pero el grupo de Ernesto Valverde está mentalizado para huir de la especulación, del cálculo, al menos frente a adversarios sin relieve. Se siente fuerte y volvió a escenificar ese espíritu ofensivo, que se revela como la fórmula perfecta para eludir sustos. Guiado por un Sancet muy inspirado y agarrado a la potencia de los Williams, machacó sin piedad, de principio a fin, para regocijo de un San Mamés que vivió una fiesta.

Se negó en redondo el Athletic a dejar el más mínimo resquicio para la duda y tardó exactamente un cuarto de hora en certificar la superioridad que le otorgaba el pronóstico. Con dos goles y una propuesta arrolladora, vertiginosa, ejerció tal poder de intimidación que el Almería quedó encerrado en su campo, impotente no ya para replicar sino para siquiera defenderse con cierta solvencia. Fue un monólogo, apenas roto por un par de escaramuzas visitantes en el inicio, un amago de intercambio de golpes que no tardó en desvanecerse: solo había un equipo sobre la hierba con argumentos de peso para hacer fútbol. La asfixiante presión local hundió las buenas intenciones de los hombres de Rubi con el balón, ese objeto primordial que pasó a ser de uso exclusivo de un Athletic convencido, feroz, terco incluso.

La primera posesión resultó premonitoria, una acción nacida en un área y que murió en la otra, una salida a un toque que acabó en Iñaki Williams, cuyo remate salió muy cruzado. Cierto que a continuación tuvo que intervenir Simón, para repeler una volea de Costa, pero ahí finalizaron las alegrías del Almería, en adelante sometido al dictado de un juego revolucionado y profundo. En la ofensiva tuvo una incidencia abrumadora la banda derecha, donde De Marcos se hinchó a ganar metros y buscar la asociación con un Oihan Sancet brillante, dedicado a clarificar cada combinación y dotar de sentido a un dominio que requería precisión porque enfrente se defendían con tres centrales.

Por dicho costado se gestó el primer tanto, en un centro con la zurda de Nico Williams que su hermano peinó para que entrase cerca del palo opuesto, destino que acaso hubiese alcanzado por sí mismo, sin la intervención de Iñaki. Y también el segundo, que no se hizo esperar: De Marcos entendió rápido el movimiento de Sancet, cuyo magnífico control en carrera le permitió fusilar al portero sin oposición.

La ventaja no rebajó el grado de intensidad de un colectivo que transmite hambre, una ansia desmedida por proyectarse en ataque, y no hay nada que enardezca más a la grada. Es la prueba palpable de cuán importante es que la chispa que enciende el ambiente de un estadio salte en la hierba, que sean los jugadores quienes con su actitud activen al espectador y no al revés. Es la señal inequívoca de que la cosa va bien, de que el equipo funciona, de que responde a las expectativas.

Hasta el descanso no hubo más aproximaciones claras, pero todo discurrió en una mitad del campo. Comprobado que era imposible progresar, el Almería estuvo todo el rato persiguiendo rivales, sufriendo en cada embate, en cada lance a balón parado. La única pena, la falta de un tercer gol que finiquitase la contienda. Estuvo cerca de ocurrir a vuelta del vestuario, Sancet sirvió el enésimo pase en ventaja e Iñaki Williams remató a la red, pero el VAR invalidó el tanto al confirmar que el delantero estaba fuera de juego por centímetros, si no fueron milímetros. Trató el visitante de alterar el panorama, avanzó metros y Sousa pudo batir a Simón en una buena maniobra desbaratada por el meta con las piernas. La réplica, a cargo de los Williams, ahora con los papeles cambiados, fue oportuna. Tres goles son un mundo.

Y aunque Rubi siguió moviendo piezas para ganar presencia arriba, lo cual le valió para anotar un par de aproximaciones más, el último gol cayó del mismo lado. Vesga, de penalti cometido sobre su persona, fue el encargado de ponerle la guinda al pastel. Para entonces, la fisonomía del Athletic había experimentado una transformación considerable. Consciente del gasto invertido, Valverde recurrió a Herrera y Vesga, posteriormente, con el 4-0, asimismo a Zarraga, a fin de zanjar los desesperados coletazos de un Almería tan honrado como frágil. Arriba, los Williams se situaron en las alas para que Villalibre fuese el ariete.

Detalles secundarios de un encuentro que se coció en el arranque y no tuvo color, desde luego no mientras el Athletic sostuvo el infernal ritmo que imprime a sus evoluciones. Luego, según avanzaba el segundo tiempo, el asunto decayó un tanto, algo comprensible dada la imposibilidad de soportar semejante exigencia. El ímpetu que rezuma el equipo se convierte en un martirio para enemigos como el de anoche que necesitan pausa para expresarse, pero también pasa factura en las filas propias. No es fácil estar todo el rato mordiendo y desdoblándose, de ahí que el índice de acierto sea básico para garantizar el éxito. Con goles en el casillero, estas demostraciones de pujanza son una bendición. Sin puntería, no es preciso decir en qué pueden derivar.

Pero el balance al cabo de estas siete jornadas le da la razón al Athletic, certifica la rentabilidad de su arrebatador concepto futbolístico.