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El hombre que no creía en los milagros

La muerte de pedro aurtenetxe tiñe de luto al athletic y a un bilbao que llora la pérdida de uno de sus grandes hijos

El hombre que no creía en los milagrosDEIA

CAYÓ el viejo roble. Sus raíces no soportaron el peso de los años ni la mano estranguladora de la enfermedad y la muerte vino a reclamarlo pero no, ella no. Su muerte no tendrá la última palabra. Si como dijo el poeta Honoré de Balzac la gloria es el sol de la muerte, el adiós de Pedro Aurtenetxe estará iluminado hasta la eternidad. No por nada de su mano el Athletic tocó la gloria con la yema de los dedos -dos ligas y una Copa encadenadas alumbran cualquier tiniebla, incluso aquella que le tocó vivir desde el sillón eléctrico de Ibaigane, cuando Sarabia y Clemente se dieron el No quiero de su divorcio...- y de ello se habla aún hoy, cuando ya no está. Cayó el viejo roble por la raíz, sí. Pero le han salido alas. ¡Qué no hubiese dado el bueno de Pedro por haberse reencarnado para este viaje en los leones alados de la plaza de San Marcos! Como su Athletic cuando volaba en San Mamés...

“Bilbao es añoranza cuando no estoy en él”, dejó escrito Pedro Aurtenetxe de su puño y letra en DEIA hace ya unos años. Hoy es nostalgia pura en su ausencia, por mucho que a los cielos de Zarra, de Piru Gainza, Pichichi y otros miles de corazones haya llegado uno de sus grandes emisarios con inmejorables credenciales: un punto fanfa y forofogoitia, un hombre del pueblo -“no hay calle en la villa que no le haya conocido ni saludado a su paso”, escuchaba ayer en Ledesma, una de sus múltiples casas...- que pisó palcos y despachos. A él le escuché decir una de las más hermosas sentencias que oí jamás sobre el Athletic. “Dicen que el Athletic es un milagro cuando debieran llamarlo ejemplo”.

“Mira que eres llorón, Carmelo...” Y Carmelo Bernaola, el compositor que arregló el himno del Athletic y que hoy le recibirá Allá Arriba para sentarle a su mesa. Carmelo era un mar de lágrimas con el Athletic campeón de la temporada 83-84 y Pedro, desde los balcones de la socarronería, le preguntaba “¿Qué te pasa, Carmelo, qué te pasa? ¿Se te ha muerto alguien...?”. Y no había oscuridad que cegase aquella alegre noche del hotel Mindanao, las horas más luminosas de su paso por el Athletic.

Pedro I, el grande’ Hubo, entre los suyos que tantos fueron, quien le llamó Pedro I, El Grande. Recuerdo haberlo oído en pleno Aste Nagusia de no sé ahora qué año, cuando el viejo patriarca cerró el hotel Carlton para la boda de su hija Sandra. El sobrenombre del viejo zar encaja con algunas de sus leyendas. Como cuando bajó a los vestuarios del Insular canario junto a Piru Gainza y les dijo a los jugadores “no sabéis lo que habéis hecho, chavales” poco antes de que hablase, con la voz del pueblo, en los micrófonos de las radios que le acosaban. “Hoy”, dijo, nuestro Athletic habrá sido noticia en todas las cocinas de Euskadi y eso es algo grande. Para el abuelo, el mejor será Gorostiza; para el padre, Piru Gainza; para el hijo, Argote. Pero en todos hay un denominador común que este pueblo lleva dentro: el Athletic.” O cuando a los pies de la Amatxo de Begoña dijo “de niño, en el mes de mayo, cantaba muchas veces: Madre, estamos aquí. Hoy, ya de adulto, tras este triunfo, te lo vuelvo a repetir en nombre de este pueblo y en el mío propio...”

Ese fue Pedro Aurtenetxe, el hombre que agradeció a Luis de Castresana aquel hallazgo -“el Athletic somos nosotros”- y al periodista José María Múgica, aquellos versos prestados y retocados que decían Mi patria no es el mundo,/mi patria no es Europa;/mi patria es de Bilbao,/ el Athletic y la lluvia,/y de un árbol rojiblanco/la sombra. “Tu padre me hizo llorar ese día, chaval”, me confesó, muchos años después, un hombre abertzale al abrigo de un par de copas de vino y con una baraja al fondo como una promesa de mus, otra de sus pasiones.

Lo había dicho mucho antes desde el balcón del Ayuntamiento. “Mi pueblo nunca me deslumbra. Mi pueblo lo que hace es emocionarme: tenemos los mejores hombres”. Hoy, cuando la muerte apretó el paso para acercarse a su lecho, no cabe sino pensar que se llevó a uno de ellos. De los mejores.