Maradona mantiene hipnotizada a Napolés 23 años después
23 años después de despedirse del Nápoles, Maradona mantiene hipnotizada a una ciudad rendida a su huella el club al que aupó a lo más alto, en reivindicación del sur de italia, retiró su dorsal como homenaje
bilbao - Cerrar los ojos y soñar con Diego Armando Maradona es una práctica tan habitual como reconfortante en Nápoles, donde perdura una poderosa relación de admiración entre las partes capaz de sobrevivir al ineludible paso del tiempo y de sobrepasar todo tipo de fronteras. Allí, entre 1984 y 1991 jugó, cautivó y se convirtió en rey napolitano el astro argentino, el 10, el homérico salvador de una causa que siempre fue más allá del fútbol.
La salida de Maradona (Buenos Aires, 1960) del Barcelona tras la final de Copa perdida ante el Athletic, con poderosa sanción incluida por su agresión a Sola con el partido ya finalizado, y su consiguiente aterrizaje en la ciudad más poblada del sur de Italia, presidida por el imponente monte Vesubio, trajo consigo los primeros títulos de gran calado del Nápoles tras los dos campeonatos de Copa cosechados en 1962 y 1976. Como consecuencia directa, ubicó al club transalpino en la zona noble del panorama balompédico internacional y posibilitó el anhelado paso al frente de una entidad y una ciudad que, a modo de desalentador cautiverio, habían vivido hasta entonces a la sombra de los poderosos equipos del norte.
A tamaña reconversión deportiva y social dio forma Maradona durante las siete temporadas que defendió el escudo del Nápoles, en las que lideró el imborrable asalto a dos títulos de Liga (1987 y 1990), una Copa de Italia (1987), una Copa de la UEFA (1989) y una Supercopa nacional en 1990. Los trofeos a nivel colectivo, sin embargo, solo fueron la consumación de un místico idilio entre jugador e hinchada que arrancó el 5 de julio de 1984. Fue entonces cuando El pelusa, recibido con todos los honores habidos y por haber en San Paolo, fue presentado en el coliseo napolitano ante 75.000 fervientes aficionados rendidos a sus pies de antemano. El curso previo había tocado a su fin con el Nápoles salvando la categoría por un solo punto y todas las esperanzas de alzar por fin el vuelo fueron depositadas en Maradona, que encontró en su nuevo destino el inquebrantable apoyo que nunca sintió transportar durante su bienio como jugador del Barça.
Nápoles, ciudad que le acogió como a un hijo con dotes más propias de los dioses que de los mortales, no tardó en demostrarle un cariño que sobrepasó al fútbol.
Nada importaron a ojos de los seguidores los 7,5 millones de dólares (1.185 millones de pesetas) que el club desembolsó por sus servicios, pues Maradona, más allá de su innata capacidad para sortear rivales y vestir de etiqueta a un equipo que caminaba perdido entre sombríos laberintos, era la fiel representación del esfuerzo por alcanzar el cielo partiendo desde la humildad. Diego, cuyo nombre continúa hoy día luciendo en murales y altares populares levantados en las calles de Nápoles y coreándose a viva voz en San Paolo, congenió a la velocidad de la luz con los valores que reinaban en el lugar.
el ídolo perfecto Los dirigentes del club y, sobre todo, la afición, identificada con el origen humilde del crack argentino y con la eterna defensa de sus propias raíces, le señalaron como el aura divina a la que abrazarse para catapultar al Nápoles y a la ciudad hacia la cima más atractiva por conquistar. Y Maradona no falló. Si bien es cierto que los títulos tardaron tres años en llegar y que su primer curso en el club se cerró sin opciones de alzar trofeo alguno, el Pibe de Oro enamoró a napolitanos y napolitanas a través de brillantes exhibiciones sobre el verde y espontáneas apariciones fuera de los terrenos de juego.
A la par que brillaba en el campo, su figura era enarbolada mediante canciones, poesías y todo tipo de prendas azules que no hacían sino corresponder el ya arraigado sentimiento de pertenencia y devoción que Maradona había desarrollado para con su nuevo entorno. Se convirtió en un napolitano más, siendo el guía deportivo y espiritual de todos ellos, confiados en que no tardaría en derrotar a la riqueza que representaban los equipos del norte, con Milan y Juventus a la cabeza. El protector del dorsal 10, a base de gambetas, goles y carisma, lo consiguió.
Atrás había quedado el devastador terremoto que alcanzó a Nápoles en noviembre de 1980 -dejó un total de 2.916 fallecidos y 20.000 heridos en la región- y la sensación colectiva de que soñar era un acto agradable e inútil a partes iguales. El Nápoles, con Maradona como indiscutible líder, comenzó a imponerse a sus rivales a lomos de un recién construido imperio futbolístico que devoraba oponentes sin compasión. Una máquina de jugar, ilusionar y provocar sonrisas de napolitanos a los que ni siquiera les gustaba el fútbol.
Someter a los compatriotas ricos del norte y situar con orgullo el nombre de Nápoles en todos los rincones del globo supuso una satisfacción que, bien armada, viajó por encima de la devoción por el deporte rey que siempre ha experimentado la fiel afición de San Paolo. Reinaba la alegría y la emoción desatada entre el casi millón de habitantes que daban luz a la ciudad, pero un mal día el sueño se interrumpió. La fatalidad tuvo lugar el 17 de marzo de 1991, apenas medio año después de que Maradona pasara por el complicado trago de eliminar a la selección italiana de su Mundial con San Paolo como indeseado testigo de excepción.
Tras un partido del Calcio contra el Bari, en un control antidopaje rutinario, el argentino dio positivo por cocaína. Su relación con las drogas había dado el pistoletazo de salida en Barcelona y se desarrolló en Italia, donde su confesado y palpable gusto por la noche derivó en la versión personal más oscura del 10. La sanción impuesta por la FIFA fue severa: 15 meses sin poder disputar partidos oficiales. El Nápoles, una vez venció el castigo, intentó recuperar a su hijo predilecto, su líder durante siete maravillosos años, pero Maradona optó por recalar en el Sevilla mostrando su eterno agradecimiento por todo el cariño recibido a orillas del Vesubio.
La ciudad, más allá de los incondicionales seguidores de un Nápoles que regresó a la oscuridad para descender a la Serie B en 1998 y emprender una obligada refundación desde la Serie C1, jamás le castigó con el látigo del olvido. A pesar de la triste salida protagonizada, los recuerdos positivos florecen por encima de todo lo demás dos décadas después de su partida. Pese a los conflictos vividos también con la Hacienda italiana, que no dudó en reclamarle 40 millones de euros por presunta evasión fiscal -él siempre ha negado ser un evasor, defendiendo que “solo fui a jugar al fútbol”-, Nápoles continúa adorando y defendiendo a su antiguo portador de sueños.
Su dorsal, mágico e imposible de volver a ser protegido con el éxito deportivo y social con el que lo hizo el argentino durante siete largas temporadas, asoma retirado del tránsito futbolístico y espiritual del club, cuyo futuro podría volver a mezclarse con El Pelusa en un futuro con el que muchos sueñan en la ciudad sureña.
deseo de volver algún día Maradona, que hace unos días protagonizó su enésimo altercado con un periodista, con bofetada incluida, nunca ha escondido su ilusión por regresar y entrenar algún día a su añorado club del sur de Italia, donde acumuló y repartió felicidad a partes iguales. Allí, donde comandó en 1988 el trío Ma-Gi-Co compuesto por él mismo, Giordano y Careca, cuenta con el amor eterno de un club y una ciudad que, entregada al 10, caminó, camina y caminará pegada a su ser, formando así un indestructible lazo de unión que presumió de músculo cuando la vida del argentino corrió peligro en 2004. Porque ya saben: cerrar los ojos y soñar con Diego Armando Maradona es una práctica tan habitual como reconfortante en Nápoles.