Puede ser que no recuerde qué estaba usted haciendo aquel 11 de marzo de 2020, pero seguro qué sabe perfectamente dónde estaba tres días después, el día 14, cuando nos encerraron en casa, y todo se paralizó. Un virus denominado SARS-CoV-2 (síndrome respiratorio agudo severo coronavirus 2) del que todos habíamos visto imágenes apocalípticas en China, llegaba a nuestras vidas para cambiarnos la existencia de manera drástica. Aislamiento preventivo, prohibición de salir a las calles, de desplazarse libremente y el caos más absoluto en los sistemas sanitarios. A partir de ahí, se calcula que solo en Euskadi ha habido más de un millón de contagios y alrededor de 9.000 fallecidos. En torno a 3.000 vascos han estado muy graves ingresados en UCI. En todo el mundo, las estimaciones más conservadoras hablan de más de ocho millones de muertos. Porque como dijo el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, “este virus ha cambiado el mundo y nos ha cambiado”.

Empezó entonces una travesía de confinamientos, distanciamiento social, y sobre todo mascarillas que pasó por todo tipo de fases. En aquellas primeras semanas, Euskadi, y prácticamente el mundo entero, asistió a una demanda sin precedentes de material sanitario. Se necesitaban EPIs, respiradores, protectores faciales, guantes, dispositivos para toma de muestras, pruebas diagnósticas… y no había. En aquella primera ola, durante el confinamiento, llegó a haber 1.800 personas de golpe que precisaban atención en los hospitales vascos.

Primero se decidió un aislamiento durante 15 días, pero tras sucesivas prórrogas, se convirtieron en tres meses. En Euskadi, sin embargo, se iba un paso por delante. El viernes 28 de febrero por la noche ya se habían dado a conocer los dos primeros contagios en Araba y Gipuzkoa. Pero antes de que se decretara el estado de alarma, el 9 de marzo, el Departamento de Educación decidió cerrar todos los centros educativos de Gasteiz para frenar los contagios. El 14 de marzo hubo también en Lehendakaritza, una reunión de las muchas que vendrían después, de la mesa de crisis del covid-19 y una cita del ya popular LABI.

Fue entre marzo y abril cuando se produjeron las primeras muertes por coronavirus en el ámbito sanitario. Entre ellos, una enfermera del hospital de Galdakao. A inicios de aquel abril de 2020, el 99% de los habitantes de todo el planeta estaban sujetos a restricciones de viaje a causa de la pandemia.

La desescalada

Hubo que esperar al 2 de mayo para la ansiada desescalada con permiso para hacer ejercicio en el exterior por franjas horarias según la edad, y paseos a un kilómetro del domicilio. El 25 de mayo, lunes, Euskadi entró en fase 2 con reuniones de hasta quince personas, acabó con las franjas horarias para salir a la calle e incluso se permitió cambiar de municipio dentro del mismo territorio.

Por el camino se vivieron focos en hospitales, rebrotes en fiestas, toques de queda, cierres perimetrales, limitaciones horarias en la hostelería y establecimientos comerciales, restricciones en reuniones, o medidas como el pasaporte covid.

No obstante, cuatro años después, hay interrogantes que no se han resuelto y el impacto de la crisis sanitaria en la salud mental ha dejado una losa insoportable.

Porque el fin de la emergencia sanitaria no quiere decir que el problema haya terminado. “Todavía es una enfermedad nueva de la que quedan cosas por aprender. Las mutaciones del virus son siempre una amenaza y hace falta investigar más sobre el covid persistente”, asegura la OMS.

Los epidemiólogos creen que el hecho de que los centros sanitarios ya no estén tensionados, no significa que el virus no pueda seguir azotando aunque la inmunidad conseguida y las vacunas adaptadas a las variantes le hayan puesto cerco.