DennisEmilycoronavirus

El viaje arrancó en Kingston, la capital, una ciudad difícil. Solo íbamos a estar allí un par de días, pero el dueño de la casa en la que nos alojábamos nos reunió en el salón y nos dio un pequeño discurso: “Mañana llega un huracán. Estad tranquilos, porque el tejado de esta casa es nuevo y lo va a aguantar bien. Para que veáis que no hay peligro, os dejo con mi hija y con una empleada”. Y se piró. Lo de la hija tenía trampa, porque era una tipa muy desagradable que nos despreciaba. Aquel señor quería librarse de ella, yo lo veía clarísimo. La empleada, por su parte, se encerró en su habitación y ni nos enteramos de que estaba allí.

Yo tenía un miedo horroroso. Miraba al cielo y no había una sola nube. ¿De verdad que viene un huracán en doce horas? En los supermercados vimos estanterías vacías, como aquí hace una semana, pero la gente estaba tan tranquila. Esperaban al huracán como quien espera que lleguen los Sanfermines.

Nos encerramos en la casa, donde también se alojaban otras tres personas muy peculiares. Había una chica estadounidense que vivía en el mismo pueblo que Stephen King. Resulta que, años atrás, ella había salvado la vida a un niño que estuvo a punto de morir y Stephen King la premió pagándole sus estudios. Y allí estaba ella haciendo una tesis doctoral sobre folklore y música jamaicana. En resumen, que el escritor le estaba pagando un mes de fiestón en el Caribe. Los otros dos inquilinos eran dos nepalíes que llevaban dos años y medio dando la vuelta al mundo en bicicleta, según ellos, “por la paz del mundo”. Nos enseñaron recortes de prensa de todos los países que habían atravesado. No sé si terminaron vivos su aventura, porque ya les habían secuestrado en dos ocasiones y uno de ellos lucía con orgullo una cicatriz como un suricato de grande que le había dejado un machetazo en África.

Las horas a la espera del huracán fueron para mí una tortura psicológica. Matamos las horas en el salón, que daba a un porche enrejado, al que más tarde, al ponerse la cosa fea, hubo que renunciar. Cuando la lluvia y el viento empezaron a aparecer se me quedó grabada una imagen. Todo se sacudía y en la verja un colibrí minúsculo se congelaba en el aire intentando arrimarse a una planta. Esa fragilidad en medio del caos fue una de las cosas más bonitas que he visto nunca.

Llegó un momento en el que hubo que cerrar la casa a cal y canto. Ya no podíamos ver nada por las ventanas y la casa vibraba como si por las paredes y el techo estuviesen pasando cien trenes de mercancías. Mi cara debía de ser un poema, porque uno de los nepalíes empezó a reírse: “En el mundo hay demasiada gente y Dios quiere quitarse a unos cuantos. ¡Tienes miedo a la muerte!”. “¡Pues claro!”, le contesté, “tú te ríes porque te vas a reencarnar, cabrón, ¡pero yo no!”.

El otro nepalí nos dijo que, a su paso por Colombia y México, había quedado impactado por cómo afectaba la droga a las personas. No entendía cómo un hombre podía perder su voluntad y quería sentirlo por sí mismo. Se encerró en su habitación con una bolsa enorme de marihuana y fue creando una burbuja de dimensiones bíblicas, y nunca mejor dicho, porque cuando se le acabó el papel de fumar siguió liando porros con las páginas de una Biblia. Cuando pasó el huracán estaba desencajado. Rotos de la risa, le dijimos que tenía suerte de haber hecho el experimento con marihuana, porque si lo llega a hacer con cocaína, no lo cuenta.

Mi último recuerdo fue intentar dormir mientras toda la casa temblaba. “Si esto se viene abajo, que te pille descansado para reaccionar bien”, pensaba. No dormí en toda la noche.

La casa aguantó y nosotros tuvimos que renunciar a viajar al oeste de la isla, que había sufrido serios desperfectos. Todo fue genial hasta diez días después, cuando estábamos en unas idílicas cabañas de madera de la playa de Negril. Otro huracán: Emily. Era más grande y más peligroso.

Yo supliqué a mis amigos que gastásemos el dinero que hiciese falta en refugiarnos en algún hotel de cinco estrellas, que estarían acondicionados para soportar un huracán, pero que, por favor, no nos quedáramos en aquellas cabañas de madera. Éramos carne de cañón para salir volando y aparecer en Cuba.

Mis amigos reflexionaron y tomaron una decisión: “Aner, nos vamos”. Suspiré aliviado. “Nos vamos a esas casetas de enfrente, que son de hormigón”. ¡Estaban locos! Por mucho hormigón que tuviesen, la primera ola que llegase nos arrastraba por la puerta. Pero eso fue todo lo que pude conseguir. Cuando uno sobrevive a un huracán se piensa que es inmortal y nos tomamos la llegada de Emily con otra filosofía. Esta vez nos encerramos solos los cinco malandros de Urduliz. Compramos comida, agua, cerveza, ron jamaicano y marihuana. El mundo volaba por los aires alrededor de aquel refugio de hormigón, pero solo recuerdo estar los cinco sentados alrededor de una mesa cantando y riendo.

Emily no pudo con nosotros y cuando abrimos la puerta para salir al exterior el idílico paisaje tenía una resaca tan gorda como la nuestra. Habíamos sobrevivido a dos huracanes, pero estábamos convencidos de que esa misma noche encontraríamos algún concierto de reggae. Y así fue.