HACE amiga Mariann Vaczi, la antropóloga húngara que actualmente se encuentra en Bilbao realizando una investigación sobre el Athletic, sostiene que a los vascos les cuesta despedirse. De ahí la necesidad de la "espuela", esa última copa que un bebedor toma antes de separarse de sus compañeros de poteo. La espuela preanuncia el final del encuentro entre la pareja o la cuadrilla. Es un contrato oral efímero que entra en efecto una ronda más tarde, una promesa diligentemente cumplida. La espuela parte la despedida en "fase uno" y "fase dos" y al hacerlo la facilita, la suaviza.
La espuela amortigua el impacto de la despedida, pero no elude el momento de la colisión. Una ronda más tarde llega, indefectiblemente, el momento de la partida. Y unos se despiden sin sacar las manos de los bolsillos. Y otras alzan la mano a la altura del hombro, como si fueran a prestar un juramento. Y otros se limitan a izar el mentón, mientras pronuncian ese comodín vasco carente de sentido propio: "buenooo". Y los más osados, ¿o debería decir los más atentos?, lanzan al espacio ese ambiguo e indescifrable "ya estaremos"… Y una se queda tiesa, desencajada, incómoda, con los abrazos que tenía para repartir, y unos cuantos besos.
Y una comienza a acostumbrarse. Después de todo, una ha vivido cinco años en Estados Unidos, la tierra en la cual la violación del "espacio personal" (imaginen un círculo, con el individuo como centro y un radio de un metro y medio, más o menos) es duramente sancionada con caras de pánico y saltitos en reversa. Y una se adapta, porque eso le enseñaron en los cursos de etnografía del doctorado, y porque eso es lo que se espera. Y elimina los besos. Y reemplaza los abrazos por una palmadita en el hombro o un suave apretón de bíceps. Y sonríe, eso sí. Una se "vasquiza", pero no deja de hacerlo, se aferra a la sonrisa como una marca identitaria: en ella vive el (mi) último reducto de latinoamericanidad.
Y mientras una escribe esta columna lee la de Pedro Ugarte, titulada "¡Hola!" y publicada ayer en otro periódico, y llega a la conclusión de que a los vascos no les cuesta despedirse, como afirma mi querida Mariann, sino que les cuesta, lisa y llanamente, saludar. Pedro dice "¡hola!" a dos señores vascos mientras esperan el ascensor y se encuentra con la siguiente repuesta: un silencio sepulcral. Pedro adjudica esto a un "inenarrable complejo de vergüenza" que impide a los vascos ora saludar en la escalera, ora entrar en contacto carnal.
Quizás por esta misma razón a algunos vascos se les hace tan difícil presentar a los desconocidos, ese ritual que ante ojos foráneos parece tan simple e inofensivo. "Aquí no se presenta a cualquiera", afirma Pedro. Y debo confesar que Pedro está en lo cierto; tristemente, lo he vivido. Más de una vez me he encontrado escuchando conversaciones callejeras entre mis acompañantes y algún conocido. Si tu acompañante no te presenta (y esto ha ocurrido) la otra persona jamás saluda por iniciativa propia; tampoco separa los ojos de la cara de tu acompañante, es decir, no te mira. En Argentina tenemos una expresión para describir este tipo de situaciones: "estar pintada al óleo". Creo que es necesario modificarla para el País Vasco; a los óleos no se los ignora adrede, ni se los invisibiliza.
La espuela funciona como un adelanto y un globo de aire que mitiga el golpe de la despedida. No hay nada igual para alivianar la extrañeza del saludo al inicio de un encuentro, mucho menos si éste es fortuito y se produce entre desconocidos. Para los que no hemos nacido o crecido aquí, incluso para quienes vemos al País Vasco a través del prisma encariñado de socióloga vasco-argentina, esto resulta casi siempre incómodo. Y aunque los sepamos rasgos culturales transmitidos de una generación a otra y puestos en acción de manera sub-consciente, algunas veces no podemos evitar sentirlos como una descortesía.