ESTA festividad se sitúa en la mitad del otoño cuando el día acorta sus horas y los primeros fríos invitan a refugiarse en el calor de la casa. En nuestra lengua vasca, la fiesta recibe las denominaciones de Domu Santu, Domuru Santuru o también el de Omia Saindu, todas ellas con claras reminiscencias latinas.
Es el día siguiente cuando tiene lugar la Conmemoración de los difuntos, Arimen egune. Pero, de hecho, en su mayoría las gentes acuden a los cementerios a visitar las tumbas de sus difuntos y a depositar flores en su recuerdo el día de Todos los Santos. Esta práctica, tan generalizada actualmente, ha tenido en tiempos pasados otras manifestaciones rituales llevadas a cabo en memoria de los familiares difuntos.
El cementerio
Tradición multisecular
El lugar destinado a la inhumación de los muertos ha recibido tradicionalmente el nombre de camposanto; también los de ortu santu e hilerria en euskera. Pero no es ajeno a la tradición el término cementerio o cimeterio. En muchos documentos se denomina con esta palabra el pórtico de la iglesia donde tenían lugar las reuniones o batzarrak de las anteiglesias o concejos. Así se lee en un documento de 1725: "Reunidos en el cementerio de la Iglesia de San Martín de Libano, el escribano (...) con la asistencia de los Sres. fieles regidores (...) y la mayor parte de los vecinos de dicha Anteiglesia de común acuerdo y conformidad, nombraron (...)".
Esta constatación nos lleva a una etapa anterior, cuando el cementerio se situaba junto a la iglesia o rodeaba a ésta como podemos observar todavía en muchos pueblos del País Vasco continental. También encontramos en muchos de nuestros pueblos un viejo cementerio ya en desuso, junto a la iglesia parroquial.
La elección de la proximidad de una iglesia para el enterramiento de los muertos tiene una tradición multisecular. Junto a ermitas antiguas no es infrecuente encontrar losas de piedra que fueron en su día cierres o tapas de sepulturas.
Desde antiguo, las poblaciones cristianas buscaron para el reposo de sus familiares muertos un lugar próximo a los santos. Esta cercanía a las reliquias de los santos mártires, que se guardaban en la iglesia, ad Sanctos, garantizaba o avalaba la salvación del alma del difunto.
Con el tiempo se dio un nuevo paso y se comenzó a enterrar a los muertos en el interior de las iglesias. Ya en la Edad Media, muchos nobles y señores mandaron labrar sepulcros de piedra para colocarlas al pie de los muros interiores del templo. Esta práctica se generalizó y la planta de la nave del templo se destinó a sepulturas familiares, de tal manera que cada casa del pueblo tenía en la iglesia parroquial su sepultura correspondiente donde se enterraban sus muertos.
La creación de los cementerios en campo abierto, alejados de las poblaciones y bajo titularidad municipal, fue consecuencia de las sucesivas disposiciones y Reales Cédulas que prohibían estos enterramientos en el interior de las iglesias. Estas disposiciones obedecían a razones de higiene y salubridad y comenzaron a emitirse ya con Carlos III a finales del siglo XVIII. Esta nueva normativa se oponía a una práctica secular fuertemente arraigada en el pueblo. Por lo que respecta al País Vasco, su aplicación sólo pudo llevarse a cabo de manera paulatina a lo largo de todo el siglo XIX y con no pocas resistencias por parte del pueblo.
Sepulturas familiares
Prolongación de la casa
Desde entonces, los muertos eran inhumados en el cementerio municipal, pero en muchos casos la sepultura familiar continuó estando en la Iglesia. Por esta razón, hasta hace 50 años una amplia zona de las naves de las iglesias estaban cubiertas por sepulturas simbólicas que ocupaban los mismos lugares que las tumbas donde, en tiempos pasados, habían enterrado a los familiares muertos.
Todas las casas del pueblo tenían en la iglesia su sepultura, a la que en algunas regiones del país se le denomina jarlekua. En Navarra meridional y en muchas comarcas pirenaicas recibe el nombre de fuesa. En Sara (Zuberoa), donde el pavimento del templo conserva las antiguas losas de piedra, pueden leerse inscripciones tales como Harriagako Jarlekua (Asiento de la casa Arriaga) o Mocorrondoco thomba da hau (Esta es la tumba de la casa Mokorrondo).
Esta sepultura familiar ha sido considerada como una prolongación de la casa o como parcela inseparable de ella. El Fuero de Bizkaia sanciona esta vinculación entre la casa y su sepultura al considerar a ésta como bien raíz y, por tanto, sujeta a la troncalidad, al igual que la casa a efectos de sucesión.
A la cabecera de la sepultura simbólica se colocaban armazones de madera, denominados atrilek o atxeruek, que sostenían gruesos cirios, y en el pavimento diversos manteles y paños negros sobre los que se ponían candelabros con velas. Anteriores a estos fueron las argizaiolak, tablillas de madera labrada a las que se enroscaba la cerilla, argizeria. Esta sepultura presidida por la etxekoandrea venía a ser una suerte de altar funerario donde se hacían ofrendas de luces y de monedas (anteriormente también de panes, olatak). Ante ella rezaban oraciones los sacerdotes a favor de los difuntos.
Las sepulturas familiares eran activadas en la Misa Mayor de los domingos del año: se encendían los cirios, se recibían como ofrenda otras luces que aportaban en solidaridad las casas vecinas o dinero para recitar oraciones. Pero esta activación de las sepulturas adquiría una especial magnificencia en la celebración de la festividad de Todos los Santos y el día de los Difuntos. Actualmente, los familiares cubren con flores las tumbas de sus seres queridos y los cementerios semejan estos días de otoño un jardín en plena primavera.
Un esplendor semejante adquiría antaño este recuerdo de los difuntos durante la Misa Mayor de los días de Todos los Santos y de las Ánimas. Cuando se encendían todas las candelas y argizaiolak de las sepulturas que cubrían la nave del templo, su resplandor alcanzaba las bóvedas iluminando todo el interior de la iglesia.
En la casa familiar
Ágape para el recuerdo
La celebración de la festividad no se ha limitado en nuestra cultura tradicional a la ornamentación de las tumbas familiares en el cementerio, ni a los ritos que tienen lugar en la Iglesia a favor de los difuntos. Ese día, después de acudir a la Iglesia y al cementerio se reúnen en la casa paterna los miembros de la familia que salieron de la casa y ahora están establecidos en otras localidades.
La razón de esta antigua costumbre nos lleva a un hecho central dentro de nuestra cultura tradicional: la consideración de que la casa natal, jaiotetxea, vincula a sus miembros con los antepasados. Ya hacía resaltar Don Jose Miguel de Barandiaran que el fuego del hogar ha sido considerado como genio del hogar, símbolo de la casa y como ofrenda dedicada a los antepasados. Algunas tradiciones aún vigentes en el País Vasco hacen referencia a estos aspectos simbólicos del hogar. Una de estas tradiciones es sin duda el ágape que celebran en Todos los Santos en la casa natal todos los originarios de ella con sus respectivas familias. El recuerdo de los antepasados preside la reunión y su memoria estrecha los vínculos entre sus descendientes.