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Hay desazón en el ambiente. Miedo al contagio. Un halo de creciente ansiedad se apodera del rincón de cada casa, de cada calle y de cada empresa con el paso de las horas. Ha quedado amortizada esa virtuosa tranquilidad de la voz creíble de Fernando Simón para calmar debidamente a la población, siquiera que se contenga en las estanterías del supermercado. Llega el nuevo tiempo de la excitación en sus muy diferentes grados. Ya no valen paños calientes. El momento de las decisiones comprometedoras y de las actuaciones responsables. La adopción de medidas no todas fácilmente comprensibles y propicias para la siempre fácil propensión a la rentabilidad política en corto. Las competencias territoriales en Sanidad abonan la tentación tras unos primeros días de lealtad. Ocurre en Madrid, donde siempre hay tiempo para tirarse los trastos en medio de los partes médicos y un hueco para que aparezcan las contradicciones. De un lado, quienes afean el miedo escénico del Gobierno de coalición para impedir la manifestación feminista del 8-M y a los dos minutos instar a la ciudadanía a evitar los contactos físicos. De otro, el PP en estado puro para cuestionar la tardanza de Pedro Sánchez en asumir el liderazgo de esta crisis vírica cuando paradójicamente los gobiernos autonómico y de la capital que lidera son el epicentro estatal de esta cruel emergencia.

En medio de semejante desconcierto, el coronavirus puede suponer la desagradable disculpa que justifique una llamada desesperada desde Hacienda al apoyo presupuestario del PP como auténtica razón de Estado, precisamente ahora que la prórroga empezaba a tomar carta de naturaleza en los pasillos del Congreso antes de su desinfección. Ocurre que las posibilidades de que ERC asuma otro desgaste innecesario en favor de la mayor gloria de la continuidad del líder socialista parecen reducirse con cada batalla de la guerra indiscriminada entre los generales del procés. El escarnio público del independentismo catalán sigue ofreciendo bochornos poco propicios para su buena imagen. No hay tregua en la pelea. De hecho, la dimisión del republicano Alfred Bosch no es una simple nota a pie de página. Este cualificado miembro de la mesa de diálogo, permanente voz propia de la ortodoxia de su partido, encargado de afilar el temario del debate entre los dos gobiernos, se marcha en el peor momento y, desde luego, por un motivo nada grato que siempre resulta de difícil justificación. Más madera, sin duda, para una pelea encarnizada sin que todavía se conozca la fecha de las elecciones. Apenas la gradual excarcelación horaria de los líderes encarcelados en Lledoners regenera en cada caluroso recibimiento la ilusión de sus incondicionales, demasiado inmersos en ese cruce de estrategias de regate corto. Además, nunca faltan ingredientes en este debate interminable. La reciente incorporación del cualificado equipo de excomulgados por Puigdemont debido a su melifluo espíritu combativo viene a ensanchar las opciones añorando las opciones de aquellos años de esplendor y gloria convergente que nunca volverán. En realidad, ¿quién se atreve a pelearse ahora en público por el conflicto en medio de los colapsos sanitarios? Hasta Torra va hoy a la reunión de presidentes autonómicos.