iruñea - Acaba de salir la segunda edición en castellano y en catalán va por la tercera. Muy buenos números para un libro que salió en septiembre, y cuya ronda de presentaciones alcanzará Bilbao una vez pasen las elecciones. Leer y escuchar a Francesc-Marc Álvaro sirve para evitar simplismos, y entender la complejidad del procés. Más en un momento como el de ahora, tan delicado.

¿Cómo valora la sentencia?

-Supone una reducción del perímetro de la libertad de manifestación en España y por tanto, también reduce el espacio de la disidencia política y social que se pretende en una sociedad abierta y democrática. Es preocupante. Para mí lo más paradójico y alarmante es que como escriben los redactores de la sentencia, se condena a los acusados por un hecho que los jueces consideran que fue falso. Si fue un engaño, ¿Cómo pueden condenarlos? En todo caso, si los políticos no cumplen con su palabra, eso se sustancia en las urnas, no es materia penal. Imagínese usted cuántos políticos en España deberían ser juzgados por incumplir su programa electoral.

En su libro subraya una idea: la complejidad de lo sucedido.

-El proceso catalán arranca formalmente desde 2010, cuando el Tribunal Constitucional falla sobre el Estatut, pero responde a unos mimbres históricos muy evidentes. Es una mutación del catalanismo clásico que acaba dando lugar a un movimiento nuevo, en el que se solapa la crisis económica, institucional, y ese malestar difuso de las clases medias en buena parte del mundo occidental ante una realidad global que cuesta asumir.

La quema de contenedores por parte de grupos radicalizados solo contribuye a simplificar.

-Sin duda, los disturbios simplifican, banalizan y desfiguran lo que es el proceso, y lo formatea en una realidad que tiene poco que ver con la naturaleza del movimiento independentista estos últimos años, que es de carácter absolutamente pacífico. No es que los catalanes seamos pacifistas por definición, es que como hemos sido violentos al igual que la mayoría de españoles, hemos asumido que la violencia no tiene ningún recorrido político.

Pero hay colectivos, o con un gen anarquista o herederos de una tradición de extrema izquierda, que parecen cómodos en ese escenario de disturbios.

-Siempre ha habido y no solo alrededor del independentismo, sino de los sindicatos de la izquierda o del mundo alterglobalizador, gentes que sienten fascinación por la barricada y por el fuego, una pulsión constante y muy reducida, que no está solo en la sociedad catalana. Por lo que hemos visto, es gente bastante joven, no necesariamente muy ideológica, que de alguna manera descubre ese rito de paso que es la celebración de una cierta violencia sin norte que se consume a sí misma en un espectáculo mediatizado, que tiene mucho que ver en protestas que hemos visto por Francia o Centroeuropa.

En su libro reflexiona sobre el monopolio de la violencia en manos del Estado?

-Sí, en el caso catalán se ha producido una falta de conocimiento o razonamiento en el grupo dirigente del procés sobre lo que representaba ese monopolio de la violencia. No solo porque se diera por hecho que Madrid no usaría la fuerza como la había utilizado anteriormente en la historia, sino porque no se pensó nunca en la violencia que ya no depende de las partes. Los dirigentes del procés hicieron una reflexión un poco primaria: como nosotros no somos un movimiento violento aquí no habrá violencia. Eso ha sido erróneo. No solo porque el Estado ha tenido su pulsión lamentablemente tradicional, sino porque no se han podido entender todas esas formas de violencia que están alrededor de un conflicto político, y que a veces acaban distorsionando la misma causa.

¿Estamos ante una crisis constitucional?

-Es una crisis institucional, la más grave desde la muerte de Franco. Pretende alterar el mapa y el reparto del poder en España. Eso toca el núcleo del Estado y no solo lo material, sino lo simbólico y la misma percepción que el Estado de tiene de sí mismo. Sin Catalunya el Estado español debería repensarse de una forma que no está preparado en estos momentos. No debemos olvidar un hecho esencial: hay dos millones de catalanes que han abrazado la causa de la secesión.

Dice también que “el problema de fondo de la crisis catalana” es “el fracaso de una posible España plural”.

-Evidentemente. Si Madrid hubiera actuado como Londres ante los escoceses, se habría celebrado un referéndum pactado, se hubiera producido el resultado y ya está. Es esa voluntad del Gobierno de Rajoy de externalizar el problema a fiscales y jueces la que lo lleva a un callejón sin salida. Luego está la responsabilidad de los independentistas, pero nunca debemos olvidar que cuando alguien pretende algo y su interlocutor solo tiene el no en la boca, todo se complica.

Señala que el procés tiene muchos ángulos muertos. ¿Por ejemplo?

-Primero: la idea equivocada de que si el independentismo tenía un buen relato, tenía también una buena política. El independentismo ha sido muy bueno explicándose hasta un cierto momento, pero ha sido muy malo ejecutando la acción política. Segundo: el mito y la idea de que Europa y la comunidad internacional iban a aparecer llegado el momento para solucionar las cosas. A pesar de que la atención mediática ha sido superlativa, eso no ha generado automáticamente una mediación o apoyo. Un tercer ángulo muerto: el independentismo ha hecho un discurso poco identitario, y eso me parece inteligente en el siglo XXI, y pensaba que así conseguiría la conversión de muchos catalanes no independentistas para la causa. Ha crecido mucho, pero no ha dado la vuelta al tablero. Hoy la mitad de la sociedad catalana no es independentista. El independentismo no ha tenido en cuenta que hay lealtades muy fuertes de una parte de la población catalana hacia España, que no tienen que ver con el mundo material.

“Nos hacía falta y nos hace falta mucha política”. ¿El exceso de teatralización es lo indigerible?

-El proceso tiene desde el primer día excesos de sobreactuación, seguramente porque el plano de lo simbólico intenta rellenar la ausencia de poder. Cuando no tienes poder debes enfatizar el teatro del poder, pero eso llevado al extremo se convierte en un problema para la propia causa.

De hecho, utiliza la metáfora pictórica del trampantojo.

-Consiste en generar una realidad que parezca tridimensional, pero es plana. Sin un poco de trampantojo no hay proyecto político, pero un exceso colapsa. El trampantojo fue perdiendo calidad y atractivo. Y por eso se produjo una DUI fake. Para que no se diga que no se ha hecho. Pero nunca va a tener una correspondencia con la realidad. Quienes hacen la DUI nunca piensanque van a controlar el territorio y edificar un nuevo estado.

¿Una mutación como la que se ha dado en una parte importante de la sociedad catalana no podría ser de ida y vuelta?

-Es una buena pregunta. ¿Puede la pasta dentrífica volver al tubo? Yo creo que tal y como están las cosas en Barcelona y Madrid, no. ¿Qué podría hacer cambiar eso? Reconocimiento de la nación catalana dentro de la Constitución española con máximo rango, como Quebec dentro de la federación canadiense; luego, una concreción en lo económico que acercara el modelo de financiación de la autonomía catalana a lo que hoy disfrutan Euskadi y Navarra; y en tercer lugar, el blindaje de las cuestiones culturales y simbólicas. Yo creo que este paquete, si fuera real, desmontaría una parte sustancial del independentismo que ha crecido en los últimos años. Ahora estamos hablando en un momento en el que la inflamación de la herida es muy alta. Primero, por tanto, hay que desinflarmar. Y luego a ver qué se hace.

Una de las claves del pos-procés es la distancia entre Puigdemont y Junqueras.

-A medida que la situación se complica aumenta la desconfianza y la competencia electoral contamina el vínculo. Esa lucha por ser los preminentes en el independentismo, les lleva al tacticismo y a problemas de funcionamiento diario y de enfoque.