Trípoli - Paralela a la costa sur del Mediterráneo, la carretera que serpentea entre la ciudad-estado de Misrata y Trípoli no siente el dolor de la guerra, pese a que es un eje esencial para el destino de Libia. Con baches, sucia y salteada de puestos de control -algunos con artillería- esta carretera es la única vía de aprovisionamiento y el cordón que une el Gobierno impuesto por la ONU en Trípoli en 2016 (GNA) con su mejor y más poderoso amigo, el puerto islamista de Misrata, al que sostienen Italia y Turquía.

También una representación en miniatura del drama que vive Libia desde que en 2011 la OTAN contribuyera a la victoria de los heterogéneos grupos rebeldes sobre la larga y peculiar dictadura de Muamar al Gadafi (1969-2011). Un estado fallido, víctima del caos y la guerra civil, que se disputan una serie de milicias fuertemente armadas, apoyadas desde el exterior, y cuya economía dominan mafias dedicadas a todo tipo de contrabando, en particular de armas, combustible y personas.

Cementerios de coches, tráileres que transportan tanques curtidos en batallas, furgonetas con artillería, y subsaharianos que deambulan o infraestructuras semiabandonadas, conforman un universo en el que más allá de la guerra se constata la tragedia repetida que padecen los países manchados por la maldición de las riquezas petroleras.

“Hafter es un criminal de guerra. Un hombre malo que se ha aliado con terroristas para robar en Libia. Ni siquiera es un buen musulmán, es un salafista. No conseguirá su objetivo”, dice, a modo de resumen Alí, un anciano que se gana la vida como chófer entre Misrata y Trípoli. El mariscal Jalifa Hafter es jefe del llamado Ejército Nacional Libio (LNA) y tutor del gobierno escindido en la ciudad oriental libia de Toubruk, que el pasado día 4 puso cerco a la capital con el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, en su interior, en un directo y efectivo mensaje a la comunidad internacional.

Miembro de la cúpula castrense que aupó al poder al dictador, fue la mano derecha de Al Gadafi hasta que este, asustado de su creciente influencia, le abandonó en el campo de batalla en Chad en 1989 tras una derrota deshonrosa. Rescatado y reclutado por la CIA, fue trasladado por la Inteligencia norteamericana a Langley (Virginia) donde creó uno de los principales grupos de oposición a Al Gadafi en exilio. Regresó a su país en marzo de 2011, apenas un mes después de iniciada la revolución, y cabildeó entre los rebeldes hasta que en 2014 logró que el gobierno exiliado en Tobruk le nombrara jefe del LNA.

Ese mismo año puso en marcha la llamada operación Dignidad que en apenas un lustro, y con la ayuda militar y política de Egipto, Arabia Saudí, Emiratos Arabes Unidos y Rusia, le ha permitido apropiarse de cerca del 70% del territorio nacional. Controla las ciudades de Bengasi, capital del este de Libia y segunda ciudad en importancia del país, y la vecina de Derna, antiguo bastión del yihadismo en el norte de África, y ha cerrado importantes acuerdos con las tribus del sur del país, sometidas ahora a sus intereses. Gestiona, además, el total de los recursos petroleros, tanto en el golfo de Sirte como en Al Sahara y Al Fil, yacimientos que explotan multinacionales como la española Repsol, la francesa Total o la italiana ENI. Ninguneado por la ONU y la Unión Europea, firmes apoyos del gobierno impuesto en Trípoli tras el fracaso plan de paz de 2015, su figura política se disparó hace un año gracias al presidente francés, Enmanuel Macron.

Empoderado por el silencio cómplice de Estados Unidos, el mariscal mantiene desde el pasado 4 de abril un cerco sobre el sur de Trípoli, la guinda del plan que comenzó a urdir hace un lustro para hacerse con un trono que ya anhelaba cuando Al Gadafi lo abandonó a su suerte en Chad.