En 1808 hacendados y comerciantes españoles afincados en Cuba crearon un cuerpo de milicias con siete divisiones y 16 compañías, de cien hombres cada una, organizadas por su origen regional. La primera división, con dos compañías, la formaban castellanos; la segunda era de asturianos y tenía una compañía; la de catalanes era la tercera y era la más numerosa, con cuatro; la cuarta, compuesta por navarros y vizcainos, tenía tres; la quinta era de Andalucía y tenía una sola compañía; la sexta era de Galicia, sumaba dos, y la séptima estaba formada por canarios, divididos en dos más. En total, sumaban más de 1.600 efectivos que fueron instruidos por oficiales del ejército. En este caso interesa conocer la Cuarta División, compuesta de manera conjunta, y a petición propia, por vizcainos y navarros, mostrando los vínculos existentes por los naturales de ambos territorios.

Esta información la conocemos con detalle gracias a los fondos documentales de la Biblioteca Nacional de España, donde me tropecé con un documento fechado en La Habana el 27 de mayo de 1808. Estaba titulado a la pomposa manera de hacerlo por aquellos tiempos: A la bizarría y patriotismo con que los naturales de los reynos (sic) de Castilla e Islas Canarias se han presentado a tomar las armas y exercitarse (sic) en el manejo de ellas y evoluciones militares formando un cuerpo denominado Voluntarios Españoles (BNE, VE/632).

Entonces en La Habana no se tenían noticias del levantamiento madrileño del 2 de mayo por lo que no hay duda de que el objetivo de dicho cuerpo era la defensa contra “el poder fiero de orgullosos ingleses”.

Todavía en ese momento, España mantenía una alianza con la Francia de Napoleón en su lucha por la hegemonía europea y mundial. El Reino Unido consideró como una agresión esa alianza y demostró hasta dónde pensaba llegar cuando en 1805 destrozaba la flota combinada de ambos países en Trafalgar. Desde entonces la incapacidad manifiesta en el mar de franceses y españoles dejó a merced de los británicos las posesiones ultramarinas de ambos.

En el lado español esto se vivió con especial preocupación en las posesiones del Caribe, donde la isla de Cuba ocupaba un papel determinante en lo que se refería a su defensa. La experiencia de los ataques a Puerto Rico en 1797 y, posteriormente, en 1806 y 1807, en Buenos Aires, cuando importantes fuerzas británicas habían sido rechazadas, había demostrado el valor de la acción concertada de tropas regulares y milicianas.

En Cuba la situación de los primeros cuerpos era desastrosa para 1808, donde las fuerzas veteranas estaban prácticamente en cuadro: de una composición teórica de unos 6.000 hombres, solo estaban disponibles entonces unos 2.000 para una isla con más de 5.000 kilómetros de costa. Los cuerpos milicianos ya establecidos rondaban hipotéticamente los 10.000 efectivos, de los que casi 6.000 se ocupaban de todo el occidente de Cuba, pero su puesta en activo no era una tarea sencilla.

Por una parte implicaba un esfuerzo personal de los alistados, que debían costear todos sus pertrechos y además debían abandonar sus obligaciones, sin contar el riesgo al que se exponían. Esto significaba que su instrucción debía realizarse en días no laborables, y era muy complicado poner de acuerdo a efectivos amplios y dispersos en determinadas fechas en que la actividad económica fuese importante. Valga el ejemplo de que cuando el coronel Juan Tirry y Lacy fue enviado en 1807 a pasar revista de los batallones de milicias de Puerto Príncipe, en el centro de la isla, tuvo que esperar nada menos que veinte días para organizarlas. El capitán general de Cuba, el riojano Marqués de Someruelos, era consciente de que si había alguna posibilidad de éxito ante los rumores ciertos de un inminente ataque inglés a La Habana era organizando todas las fuerzas disponibles. En enero de 1808 ya había ordenado preparar la defensa, pero para abril fue consciente de la insuficiencia de sus efectivos. Someruelos hizo un llamamiento para la ampliación del número de efectivos, ordenando la instrucción del uso del fusil y el cañón de todos los paisanos con mejores condiciones.

Comerciantes Pero, ¿quiénes eran esos vascos y navarros que se sumaron a la defensa de la isla? ¿Qué les movió a actuar de ese modo? La mayor parte de estos voluntarios eran comerciantes que de algún modo tenían intereses relacionados con la trata de esclavos y estaban afincados en la isla desde hacía algunas décadas, aunque sin perder sus contactos con su tierra de origen. Los tres jefes representaban lo más distinguido de la burguesía comercial y azucarera.

El capitán de la primera compañía fue Bonifacio González Larrinaga, bilbaino avecinado en La Habana, que con los beneficios obtenidos de la trata de esclavos se había convertido en un importante hacendado azucarero, además de un prominente miembro del Real Consulado de Comercio y de la Sociedad Económica de Amigos del País.

El capitán de la segunda compañía era el navarro Pedro Juan de Erice, que había sido uno de los fundadores del Consulado y había hecho fortuna con el tráfico de harinas con Estados Unidos, uno de los negocios más turbios del periodo, espacio de especulación constante cuando no directamente un medio usado para el contrabando.

La tercera compañía la mandaba Juan José de Iguarán, con un origen posiblemente guipuzcoano o navarro. Era un gran comerciante y miembro destacado del Consulado, la Real Compañía y el Ayuntamiento de La Habana. Es decir, que los tres capitanes formaban parte de las instituciones más importantes y poderosas de Cuba.

Entre los oficiales de sus compañías varios tenían también intereses en el tráfico de esclavos. Este fue el caso del teniente primero Francisco Layseca, alavés; el teniente primero Manuel Zavaleta, de Donostia y miembro del Consulado; el alférez donostiarra Francisco Bengoechea o Martín Zavala, también alférez del que no sabemos su origen. Otros tuvieron su medio de vida en el comercio, como fue el caso del teniente segundo Miguel Herrerías, originario de Ontón en el partido de Castro Urdiales. También se dedicaban a dicha actividad mercantil el teniente segundo José de Echarry que era posiblemente de Alza, en la jurisdicción de Donostia; el ayudante de origen tolosarra Manuel Bereterbide; el alférez Manuel Urbizu, posiblemente de Idiazabal, o el teniente primero Francisco de Ajuria, que provenía de una familia prominente de Ubidea. Martín Elzaurdy, teniente segundo, era un comerciante natural de Gernika con significativos vínculos con Catalunya. Por su parte el ayudante Baltasar de Azuvia Sarasola fue apoderado en La Habana del importante comerciante de Bilbao Agustín de Lequerica, alcalde de dicha ciudad durante el posterior dominio bonapartista.

Los incentivos que suponía la adscripción a las milicias fueron más que suficientes para que lo más destacado de las élites acudieran a la llamada del capitán general. Recibían el preciado fuero militar en las causas criminales, lo que les granjeaba importantes ventajas a la hora de enfrentarse a sus problemas legales. Este no era un premio menor sobre todo para los grandes terratenientes y comerciantes que debían afrontar frecuentes causas judiciales. Tampoco podemos olvidar el derecho al uso de uniforme, algo de una gran importancia en aquella sociedad de finales del Antiguo Régimen. Tampoco debe desdeñarse otra circunstancia derivada de los intereses relacionados con el comercio de esclavos, como el que desde 1807 Reino Unido había aprobado el acta para la abolición del tráfico esclavista y ya entonces empezaban a temerse los posibles efectos negativos de tal medida. Todo esto explicaría la relativa facilidad con que para mayo de 1808 hacendados y comerciantes dispusieron organizarse en milicia.

No entraron en acción Podríamos inferir que la creación de tal cuerpo pudo tener un carácter meramente teórico, pues el cambio de alianza de Francia a Reino Unido, en el verano de aquel 1808, implicó que finalmente no fuera necesaria su intervención y nunca entraron en acción. Sin embargo, ha quedado constancia de sus evoluciones durante los ejercicios tácticos que llevaron a cabo. Especialmente fue mencionado el alarde realizado ante el obispo Juan José Díaz de Espada, natural del pueblo alavés de Arroyabe.

La primera compañía fue instruida por Salvador de la Luz y Berrio, del Regimiento de Infantería de Cuba, quien posiblemente tenía un origen navarro. En esta labor fue apoyado por Francisco Layseca que contribuyó de forma muy efectiva al lucimiento de la compañía.

La segunda y la tercera compañías fueron mandadas directamente por José Echarry, que a pesar de no tener experiencia militar alguna, “sorprendió con su disposición [?] como si se tratase del mejor veterano”. En julio de 1808, ya en guerra con Francia, el cuerpo pasó a llamarse Compañías de Urbanos Voluntarios de Fernando VII, y se ocuparon de vigilar los alrededores La Habana. Además, hombres de estas compañías formaron parte del refuerzo de la defensa de Matanzas. Sin embargo, poco tiempo después los Voluntarios fueron reducidos a once compañías, con 85 soldados efectivos cada una. Esta rebaja dio lugar a rumores contra el capitán general, cuya situación era complicada pues su padrastro, el conde de Montarco, natural de Molinar, en Bizkaia, se había pasado al bando afrancesado. Para 1812 Someruelos consideró que debían hacerse cargo las milicias disciplinadas previamente establecidas de las funciones hasta entonces asignadas a las compañías de voluntarios que quedaron disueltas.

La importancia de este caso es que nos ilustra sobre cómo una parte muy significativa de la élite comercial de origen vasco-navarro afincada en Cuba respondió ante las necesidades de la corona española en la isla a principios del siglo XIX, en la seguridad de que con ello defendía sus propios intereses.