iruñea. El imaginario de Suso Alonso carecía de fronteras. Era un científico de cuentos propios irrepetibles con los que hacer crecer la sorpresa de hijos y nietos, fantaseaba al mirar sus minerales, arbitraba sus propias decisiones de talla de elaborados bastones, discurría mezclando tonalidades de óleos en su paleta, fraguaba sueños, urdía bromas, tejía familia.

Él era un hombre nacido en un pequeño pueblo, municipio que de forma paradójica se llama Grandoso. Llegó al mundo hecho un tigre el 16 de enero de 1934 en la provincia más felina: León. Ya siendo un niño, así de mayor, saboreaba estudiar, leer era sin él saberlo una pasión. Bosquejaba, prosperaba entre bocetos, se hacía un hombrecillo con sus dibujos. ¿Quién le diría a nuestro Suso que aquella mina del lapicero sería parte de su primer trabajo? Así, su primer jornal aterrizó en sus bolsillos en una mina de carbón. Su grafito amigo le serviría para ir registrando informes diarios de logística, de coordinación de transporte en el exterior de la explotación.

Y de un servicio laboral, al militar. Le tocó la mili en Valladolid. Tras recibir la blanca del cuartel, al licenciarse, decidió no trabajar más en minas. Optó por trasladar su residencia a Eibar, animado por un amigo ya vecino de la ciudad guipuzcoana. Y de allí, la fábula que caligrafió su vida le guió a Durango. Trabajó en la firma de bicicletas Zeus, sita en el barrio Traña-Matiena de Abadiño. En 1963 conoció a Inés Gorriti, de Elorrio, empleada en un supermercado de Durango. Se cruzaron sus miradas y acabaron casándose tres años más tarde. Lo que no imaginaban es que once años después, por el bien de la salud de su hijo mayor pondrían rumbo a Iruñea. La climatología de la capital navarra era más beneficiosa para el joven. La familia disfrutó del viento de cara: el jefe de Zeus tenía un hermano que dirigía una empresa en el destino, de grapas y tornillos. Le contrató. Con su asentamiento en la ciudad de los Sanfermines, se prodigó en la pintura. Autodidacta, agradeció básicos consejos del reconocido pintor durangués Miguel Eguiluz. A mismo tiempo, multiplicó esfuerzos en la talla, "puros caprichos", valora su mujer, Inés. En una ocasión organizaron una exposición de sus depurados bastones en Uharte-Arakil, en el Artzai Eguna, en la plaza.

Como padre, Suso era "majo, manitas, tranquilo y muy trabajador", le viste de cariño su hija más joven, Abigail. A juicio de Inés, era un esposo "pasota y a la hora de comer conformista. Un hombre normal y corriente", sonríe. Pero, y ¿qué recordarán de él sus nietos? La guapísima Eider suma 8 primaverillas y ya hace gala de ideas claras: "Era un artista, majo y se portaba muy bien con nosotros, salvo cuando le toreábamos, que se molestaba. Lo que más voy a recordar de él van a ser sus cuadros. Me gusta cómo pintaba. En casa tenemos uno muy bonito, ¿cómo se dice, Abi?", pregunta a su tía. "Es un bodegón, con un vaso y uvas. También le gustaban los paisajes", prosigue antes de despedirse contenta.

creatividad desbordante Suso era un hombre creyente que para saciar su creatividad desbordante ingeniaba sus propias herramientas. Forjaba sus navajas, martillos, hachas... Otras aficiones de disfrute eran la filatelia, numismática, mineralogía y la lectura era el pasaporte a su imaginario hasta el punto de que prefería viajar con la mente que con el cuerpo. "Su frase cuando le decíamos para ir a algún lado juntos nos contestaba: Estoy como si acabara de venir. Esa era su justificación para no apuntarse al plan", rememoran sus hijos Alberto, Natalia, Josué y Abigail. Defensor de la radio como puente hacia la sabiduría, a Alonso le gustaba estar informado. También se deleitaba sabiendo la última hora de sus nietos, de los que presumía siempre: le faltaban ojos y adjetivos para Darío, Eider, Eric y Guillermo. Otro motivo de creación era la naturaleza, que él escribiría con mayúsculas. Le cautivaban las horas de paseo; el monte en el que recogía materia prima para sus obras. Crecer como persona, fantasear, arbitrar, discurrir, fraguar, urdir, eran casi sinónimos de una mente creativa, de un eje familiar, hasta el punto de que el simpático Eric, a sus avispados seis años, lanza la pregunta: "¿Y ahora quién nos va a arreglar los juguetes rotos?".