UNA hora de coche por la Autopista A-1 separan a Rabat, donde el presidente español viajó para demostrar lo bien que lo lleva en la esfera internacional, de Casablanca, donde Sam acariciaba las teclas del piano del bar de Rick en la película que puso en el mapa del imaginario colectivo la ciudad de la que tomó prestado el título. Pedro Sánchez acudió a la capital marroquí a jugar una partida de mus a pequeña, que es como no se ganan las partidas salvo error casi inconcebible de la otra parte. Empezó no encontrando al rey alauíta al pie del avión. Esa foto que se evitaron los dos; uno por desinterés, otro pese a estar dispuesto a ella. Se llevó once ministros, Sánchez, para firmar 20 acuerdos de cuyo calado dan medida sus encabezados, con una sucesión de consensos para “avanzar”, “hacer seguimiento”, “colaborar”, “promover” y “compromiso con la paz”. El primer consenso alcanzado fue no citar Ceuta, Melilla ni Sáhara. No pisarse la manguera, vamos. Así es como se eleva a categoría de política de Estado el olvido, la renuncia a la responsabilidad, el abandono histórico de la vieja colonia que no merece su autodeterminación. Como eso no existe en la Constitución, tal y como se esfuerzan en repetir en el PSOE, no obliga. Sánchez tocó una melodía átona, de notas vacías de sentido político pero, por encima de todo, desafinando con el momento en la Unión Europea precisamente cuando las relaciones con Marruecos pasan por una congelación mientras se investigan las dudas más que fundadas de la participación del país magrebí en sobornos y tráfico de influencias en su favor y en el de otros a costa de las instituciones europeas. En Casablanca, pese a la creencia popular, Humphrey Bogart nunca le dice a Sam “tócala otra vez”. A Rabat, pese a la presunción más razonable, Sánchez no llevó agenda de política exterior europea ni española y no acabó rindiendo pleitesía a Mohamed VI porque este no se dignó ir a recibirle. “El tiempo pasará...” tarareaba Sam, “y tú también”, piensa Mohamed VI de Sánchez.