AMOREBIETA

HARTO de que su hijo holgazaneara en la escuela, la paciencia de Julián Larruzea, de profesión cantero, se agotó un buen día. "¡A la cantera con tu padre!", le ordenó a Juan, de 13 años, pero Juan que no, que él lo que quería era ser cocinero, como su madre, Antonia, a la que solía ayudar en el bar familiar con las alubias, los callos, los morros, las chuletas, los cangrejos y los caracoles. "Esa misma tarde, mi padre bajó de Boroa a Amorebieta, y al día siguiente empecé a trabajar en El Cojo con María Azketa, la mejor cocinera que he conocido. ¡Qué merluza en salsa verde! ¡Qué bacalao al pil-pil!", recuerda aquel Juan, hoy Juantxu, 53 años después. Las primeras semanas las pasó pelando patatas, cebollas y pájaros, y limpiando pescado. Pero ni aquellos duros inicios, ni los dos años que se tiró en los mares helados de Groenlandia a bordo de un bacaladero en el que curtidos marineros despreciaban bogavantes, langostas y merluza y estaban casi dispuestos a matar por un plato de legumbre o un muslo de pollo, marchitaron su vocación. "Y eso que me tiré horas y horas llorando en aquel barco. Aquello, dos años fuera de casa, meses sin pisar tierra a 40 ó 45 grados bajo cero, fue durísimo, y más para un chaval de 16 años", evoca Juantxu.

Lo hace con nostalgia ahora que el trayecto toca a su fin y se dispone a colgar el mandil tras más de medio siglo entre fogones. Lo dejarán, él y su esposa, Asun Oarbeaskoa, inseparables desde que se conocieran en 1970 (dónde y en un restaurante), el próximo 30 de abril. Ese día se jubila Juantxu, precursor de la nueva cocina vasca. Cede el testigo y el negocio a Alberto Vélez, gran promesa hecha ya realidad, jefe de cocina desde su fundación del Hotel Domine de Bilbao, en breve máximo responsable del Gu Geu, nombre con el que será rebautizado el caserón de Amorebieta que desde 1987 ha alojado al Juantxu.

un oficio duro Cuando le preguntan qué es ser cocinero, Juantxu no habla de glamour, ni de focos, ni de entrevistas, ni de fortunas, sino de sacrificio, de jornadas interminables, de horas robadas a la familia, de varices, de agotamiento… Pero, ante todo, habla de esa indescriptible sensación de gozo que recorre el cuerpo de todo cocinero cada vez que un comensal aplaude su creación. "Una felicitación, o que un cliente vuelva a tu restaurante… Eso es lo máximo", dice Juantxu, padre de las pencas rellenas de jamón y queso con hongos, malabarista de la caza y creador de unos canutillos tan memorables que aún hoy, con sólo recordarlos, se les activan las papilas gustativas a los Indurain, Delgado, Gorospe y compañía. De reponer sus energías se encargaba Juantxu, cocinero de la selección estatal de ciclismo en Juegos Olímpicos y Mundiales, incluido aquel que ganó Abraham Olano en Colombia con la rueda trasera pinchada.

"Estamos ya cansados", responden al alimón Juantxu y Asun cuando se les pregunta por su retiro y el traspaso del local. "Nuestros hijos han elegido otros caminos, y es lógico. Muchas veces nos preguntan en qué estábamos pensando cuando elegimos esta profesión tan dura". La crisis también ha tenido que ver. "Si falla la construcción, falla la industria del automóvil y fallan las empresas, fallan los restaurantes", justifica Juantxu, y entonces recuerda que hace no mucho, no más de diez años, despachaba uno o dos kilos de angulas cada semana. Entre sus referentes cita a Hilario Arbelaitz dentro de la cocina más clásica, y a Juan Mari Arzak y Martín Berasategi entre los más vanguardistas.

Si tuviera que cocinar un último plato, Juantxu prepararía unas patatas en salsa verde con cabeza de merluza. "¡Eso es la gloria!". Y si pudiera compartirlas con alguien, elegiría a José Luis Iturrieta, añorado columnista de DEIA, maestro de críticos, patrón de periodistas. "Iturrieta era Dios. Cuando te tenía que criticar, te criticaba, pero con argumentos, respeto y conocimiento. Y su crítica era siempre constructiva. ¡Incluso te aconsejaba! Todos los cocineros vascos le echamos mucho de menos", dice Juantxu, y la nostalgia vuelve a asomarse a sus ojos cansados.