QUERÍA encabezar las razzias en la Vega de Granada. Al frente de su mesnada. Con la lanza y el mandoble. A lomos de Azogado. Gozando de su mejor armadura. Cuando levantaron el primer campamento aún mantenía el vigor. Le hubiera bastado con una última carga. De frente, contra el erizo de lanzas de los infieles. Azogado y él partirían las astas de las picas como si fueran juncos secos. Le gustaba ver por las ranuras de la celada cómo saltaban las astillas. Y cómo el pánico se extendía, igual que el aceite ardiendo sobre el agua, entre las filas de peones moros. Y se deshacían las líneas como los muretes de barro que de niño moldeaba en la ribera. Y entonces manejaba el mandoble sobre la silla de guerra de su enorme caballo frisón. Como la guadaña de Dios Todopoderoso. Hasta quedarse sin aliento, cubierto de sangre, lamentos y peticiones de clemencia pronunciadas en mil dialectos del lejano desierto. Con la mesnada gritando vivas a Dios y a su nombre.

O quizá muerto por una estocada en la ingle. Justo allí donde las perneras de acero se vuelven cuero para facilitar el movimiento. La infantería conoce que es en ese punto, y en las axilas, donde el caballero resulta vulnerable. En ocasiones, por pericia o fortuna, la lanzada alcanza. Y solo cabe pluguir al cielo. Noble o rey, te desangras como marrano. Pero siempre resta la gloria de regresar a la morada so los hombros de los leales. En silencio. Listo para rendir cuentas al Altísimo. Y que las lenguas canten la gloria ganada en duelos singulares, en torneos, batallas a campo abierto y escaramuzas. Que se levanten monumentos y se tallen escudos en castillos y conventos donde quede el nombre grabado por todos los tiempos. Y una gran tumba.

Una tumba para compartir con la infanta Violante de Castilla. Esposa y madre de cuatro hijos legítimos, uno de ellos heredero de la corona de Portugal. Ya siguió Violante la senda del sueño eterno. Ya aguarda en el seno del Señor. Hija de Alfonso X de Castilla y Violante de Aragón, nieta de Violante de Hungría. Mujer como ninguna. Compañera de alcoba, guerra y conspiración. Instinto de reina, ojo de Corte y prudencia de generaciones de sangre real. Ah, Violante. Años ha que la añoraba. Consejera del cortesano y descanso del guerrero.

A estas alturas no habrá ya galopada y saqueo por la Vega de Granada. El aparvado Fernando IV ha preferido sitiar Algeciras a castigar a los ismaelitas asolando la Vega y acopiando buen botín. Que siempre es necesaria la rapiña para pagar soldadas.

Sin embargo, cerco en Algeciras. Inútil. Lejos de todo. La tropa parada. Y el invierno a las puertas. La lluvia y el viento frío que baja de la montaña minan la moral de los acampados y acrecienta la de los sitiados, que aguardan bajo techo, junto a fuegos de buena leña. Pero el rey Fernando de Castilla es sordo a los consejos. El cofre de los salarios se vacía sin razzias, lo mismo que los sacos de harina.

Por si eso fuera poco, en medio de las deserciones, le ataca la gota. Se pregunta si fallecerá como un mercader de lana merina y no como un soldado gentilhombre. Pasados los sesenta años, únicamente conserva la fortaleza de su brazo. Ya sus riñones le sostienen a duras penas sobre Azogado. Ocasiones hubo que tuvieron que atarlo en la silla de guerra. Los dolores ya no pasan ni con vino especiado. El pie izquierdo, inflamado como un odre, ni entra en el chapín, ni se puede apoyar, ni deja dormir. Duele la espalda. Y el cuerpo entero suda como orín. El cirujano tuerce el gesto. La tienda se comba bajo la lluvia. En lugar de sangre de la batalla, todo es agua y barro. Y ese frío que se cuela hasta por los ojales. Más vino especiado. Es el único modo de soportar el sufrimiento del cuerpo y el tedio del sitio.

Ebrio, o febril, recordó las historias que su madre, Constance de Bearne, con su habla aragonesa, le contó sobre su abuelo: Guillermo II, vizconde de Bearne, de Marsan, Gabardan y Brulhois, señor de Montcada y de Castellví de Rosanes. El abuelo fue quien preparó la conquista de las Baleares por parte de Jaime I, El Conquistador. Una gran expedición. Un sueño comparado con cercar Algeciras en enero. Le parecía una bendición que algún sillar de los lanzados por los trabuquetes que usaban los sitiados desde arriba de la muralla le alcanzara de lleno. La distancia le impedía tener esperanzas de morir asaeteado. Su otro abuelo, Alfonso IX , el del viejo reino de León, que arrancó Cáceres, Mérida y Badajoz de las garras del infiel, no hubiera tolerado una campaña como aquella, clavada en el fango a los pies de Algeciras.

Ordenó que lo colocaran jinete sobre Azogado. Con la armadura completa salvo la pernera y la bota izquierdas. Quería la gloria que reclamaba su linaje. Cargaría solo contra la puerta principal de la ciudadela. Hasta verte, Jesús mío. Pero cayó antes de dar un solo paso. El caballo lo miró apenado, le faltó hablar. Doblegado por las calenturas y el quebranto, pidió escribano y sacerdote.

Repartió sus posesiones, plazas, puentes y portazgos, las tierras, mayorazgos y torres, entre hijos y parientes. Firmó y selló el testamento ante testigos. Él, que había combatido con y contra infantes y condes, que mantuvo o rompió equilibrios con Aragón, Portugal, Castilla, Navarra o Granada; que conspiró, tramó, se alió, pleiteo y traicionó a lo más florido de la cristiandad; él, entregaría el alma recostado en un jergón, durante un sitio inútil, agitado por las tercianas. Sin gloria en su último tránsito.

A medida que se apagaba, que su cuerpo colapsaba arrastrado por los riñones destrozados a causa de una vida de banquetes excesivos, imaginó monumentos en su memoria junto a la chancillería de Valladolid. O dentro de la gran ciudadela de Burgos. O en la imperial Nájera. O cualquier obra en la que su fama se volviera piedra.

Nada de eso sucedió. Llegaron otros que devoraron su gloria. Y su linaje se fue aguando. Y la cristiandad mudó. Y los condados y reinos se perdieron en los tiempos. Ni siquiera en el último suspiro pudo pensar que su gloria se mantendría gracias a un poblacho al que dio fuero. Un miserable caserío de pescadores, labriegos y mercaderes, mitad piratas. Con su puente de sillarejo sobre el río y un alcázar, más casa de labranza que fortaleza. Les dio fuero sobre todo por ningunear a su sobrina María y al pusilánime de su marido, Juan de Castilla, el de Tarifa. Por dejar claro que mandaba él. El paraje se llamaba Bilibo. O Bilbao.

Don Diego López de Haro murió sin siquiera recordar el nombre del único lugar que mantendría su memoria. Era enero del año 1310 de Nuestro Señor. Fernando IV acordó un rescate con los nazaríes y levantó el cerco a Algeciras sin conquistarla. Así es la gloria.