A pasado casi un siglo y aún se llora cuando se recuerda. Aquel 24 de noviembre de 1912, domingo, hacía mal tiempo. El Teatro Circo del Ensanche ofrecía películas en sesión continua de tres de la tarde a doce de la noche. La entrada costaba 10 céntimos, un precio muy económico que favorecía la afluencia de público infantil y de todas las clases sociales. El plato fuerte era una película italiana, Quién ha robado el millón (1911), que se había estrenado en España en febrero. Eran cerca de las seis de la tarde cuando una voz gritó ¡Fuego!, causando la confusión entre el público. Los aterrorizados espectadores no fueron capaces de dar de inmediato con las salidas, algunas de las cuales estaban cerradas, lo que originó la aglomeración, aplastamiento y asfixia de los primeros que llegaron cerca de las puertas. No había tal fuego, pero la probabilidad avivó el pánico entre el público. Murieron 44 niños y dos adultos. ¡Un horror!

Dicen las crónicas que el recorrido del cortejo fúnebre desde La Casilla hasta la estación de ferrocarril para tomar el tren de los muertos que conducía al cementerio de Derio, donde se hizo un gran mausoleo, ha sido uno de los eventos más sobrecogedores de Bilbao. Más de cuarenta mil personas en silencio, entre los desgarradores gritos de las madres de los fallecidos, al paso de 2 ataúdes negros y 44 ataúdes blancos. Al parecer, la falta de medidas de seguridad y de evacuación, así como el desobedecimiento de las normas municipales y del aforo permitido, fueron los causantes de la magnitud de la tragedia, tuvieron un gran impacto en la opinión pública y abrieron un encendido debate en la ciudad que terminó con su clausura por parte del gobernador civil y la expropiación del edificio debido a la insolvencia de los propietarios para hacer frente a las sanciones. El Teatro-Circo del Ensanche fue definitivamente clausurado y demolido en 1914.

La evocación de tamaña tragedia, quizás una de las más grandes que recuerda Bilbao, viene al caso porque el Teatro Circo del Ensanche estuvo ubicado en la parcela formado por las calles Licenciado Poza, Elcano y General Concha y fue muy popular en el Bilbao de finales del XIX y principios del XX, más o menos donde se sitúa hoy el rincón protagonista de esta historia, la bodega Vallejo o, como mejor se le conoce, El Palas.

La bodeguilla está abierta desde el 2 de enero de 1950, lleva en pie, por tanto, 72 años. Toda una vida ofreciendo a sus parroquianos, gildas y ricos bocadillos de bonito, regados con vino o cerveza en porrón. Sí, justo allí, donde antaño estuviese ubicado el legendario teatro circo del Ensanche. La oferta no es muy amplia, pero no por ello menos atractiva. Los asistentes se encontrarán bocadillos de bonito, bonito con anchoas y divisa, bonito con picante, sardinas, anchoas de Espinosa de los Monteros, gildas (los cánones de su receta mandan alinear tres aceitunas rellenas de anchoa, junto a una piparra y la sacrosanta anchoa de Espinosa de los Monteros...) y embutido.

La bodeguilla sin nombre (no hay ningún cartel o rótulo en la fachada que le identifique), se conoce popularmente, como les dije, con el sobrenombre de El Palas (un juego de letras que populariza el Palace de otros tiempos...) y mantiene intacta la estética, con su mostrador de madera, sus barricas, la baldosas originales y apenas una reforma en los baños.

A dos pasos de la plaza Moyúa, y a uno de la Diputación, cuando El Palas tiene su persiana bajada parece una lonja cerrada más. Nada más lejos de la realidad. Es más bien un palacio de las viejas costumbres, un negocio familiar que los Vallejo (originarios de Calahorra) han mantenido con el espíritu original desde el día que Luis Vallejo lo fundó. Jone Vallejo (hija de Claudio), llegó tras la barra de este histórico templo hace 45 años y la konpartsa Moskotarrak le otorgó, merecidamente, el galardón Paraje Bilbaino en 2013.

No busque el visitante juegos de luces, ni televisión, ni hilo musical. No son necesarios. El Palas no es lugar para resguardarse en tecnologías, sino para disfrutar de una buena conversación entre trago y trago. Podrán observar una alfombra de cáscaras de cacahuetes y las viejas barricas desde la que se despachaba vino a granel en garrafas de 8 o 10 litros. Una barra larga y tres mesas metálicas con sillas sirven de parapeto a los clientes para disfrutar de sus delicias, para darse un respiro como puerto de refugio en medio de la tempestad del día a día. A primera hora de la mañana, desde una mesa llena de panderetas de bonito y anchoas, Jone despacha sin parar bocadillos recién preparados y sabrosos.

Hoy ya no hay licencia para el trasiego del vino así, en barricas. Antaño sí. Antaño, cuando El Palas no era todavía una cueva de la resistencia el local tuvo, incluso, su personaje chirene. Es una historia extraña la de este hombre nacido en 1919 en Atxuri. No conoció ni padre ni madre. Ya en la Misericordia, Roberto Ucar, El patillas, decía apellidarse Ucar Lastagay, así con y griega. Cuando, de segundo, era Alonso. No contento con eso, proclamaba que había abierto los ojos en Francia. Imaginativo autobiógrafo.

Cuando salió de la Misericordia tenía formación de ebanista, bigote, patillas y los bolsillos vacíos. Se fue a la legión, a la División Azul, con la intención de encontrar algo con que dar trabajo a los dientes. Volvió de África con los brazos tatuados y cinco duros. Le habían dado quinientas pesetas de las de los años treinta por una pierna herida; pero el tren paró en Madrid y a Roberto le gustaban mucho las señoras y la fiesta.

Después, muchos años en El Palas, la bodeguilla de los Vallejo. Ocho lustros con el garrafón al hombro hizo el Patillas recorriendo el centro de Bilbao. Así se hizo popular. Un hombre menudo y febril que subía constantemente docenas de cuartillos a un sexto sin ascensor. A su funeral acudió un Bilbao que le conocía de paso y le saludaba siempre. El único recuerdo con el que vino fue un síndrome de guerra que lo atormentaba algunas noches durante sus tres últimos años de vida. Ataques en forma de estertores y temblores que lo dejaban agotado para varios días. El día en que murió tenía en su habitación 9.000 pesetas, tres boinas, dos docenas de pañuelos de fiesta y varios pósters de señoritas desnudas.