Los ojos, achinados y vivos, no se levantaban de una pelota que había sido de orgulloso cuero, con sus pentágonos negros y blancos alternos, pero que ahora era poco más que un fino pellejo gris que se mantenía hinchado gracias a algún desconocido milagro de la física de fluidos. El pequeño la pateaba con entusiasmo. Y la pared trasera de la iglesia se la devolvía. A veces se le escapaba camino abajo hasta la tapia del camposanto. Regresaba al trote, con el balón bajo el brazo. Sorbiéndose los mocos. Escuchando el sonido de sus propios pasos sobre la grava. Ansioso por patear la pelota de nuevo.

Le habían cortado el pelo, muy liso y de un negro oleoso, como si le hubieran colocado una cazoleta ajustada a la coronilla. Igual que a todos. Aunque a él le quedaba diferente. El remolino de la frente impedía al flequillo descansar; se le levantaba una cresta puntiaguda. Y lo mismo sucedía sobre su oreja izquierda. Aquello le daba un aire de pájaro travieso.

El resto de los arrapiezos se reunían en la plaza. Dos por bicicleta. Iban a ver los entrenamientos del equipo de fútbol de los mayores. O investigaban en el arbolado junto al ayuntamiento para encontrar nidos de estornino. Podían pedalear por el camino viejo hasta el recodo del río para pescar pececillos con botellas de gaseosa llenas de migas; o perseguían cangrejos por los agujeros bajo la orilla. También se peleaban. Les bastaba cualquier pretexto. O sin necesidad de él. Alguien volvía a casa con un ojo hinchado. Y otro con sangre en la nariz.

Aquella tarde, por enésima vez, el chico disparó la bola contra la paciente espalda de la iglesia. Fue entonces cuando la mujer le habló.

—Hola. ¿Qué haces solo aquí?

—¿Eh? ¡Jugar! Mi madre me riñe si hablo con extraños.

— ¿Crees que soy una extraña? Llevo casi una hora comprobando cómo destrozas esa pelota. ¿No te has dado cuenta?

El chico se acuclilló sobre el balón y observó a la mujer con desconfianza, midiéndola, pesándola. Una señora alta y delgada, con el cabello largo teñido de castaño al que asomaban raíces blancas, un vestido de invierno, oscuro, como los de su tía, una toquilla azul a la espalda, y unos botines negros de tacón cuadrado. La señora lucía una piel muy fina que permitía adivinar el paso de cientos de venitas un poco más oscuras. Los ojos, muy claros, remarcados por unas gruesas pestañas. La voz sonaba con una música especial; distinta al del resto de los mayores. La mujer insistió.

—¿Cómo pasas las mañanas?

—Voy a la escuela.

—Yo, a tu edad, o quizá un poco mayor, empecé a viajar. Fui en un enorme barco de vapor repleto de pasajeros, hasta el otro lado del mundo. ¿Sabes ese sitio en el que se levantan las pirámides a orillas de un río anchísimo?- el pequeño asintió pasándose la lengua entre el labio superior y la nariz-. Pues ahí bajamos a tierra para poder salvarnos de los cocodrilos gigantes. Y montamos en los camellos de una caravana que atravesaba el desierto. Tuvimos que correr para escapar de los bandidos de las dunas, que nos persiguieron durante tres días, pero una tormenta de arena nos salvó. Al otro lado de un pedregal plagado de lagartos de colores se levantaba una ciudad entera tallada en la roca de una montaña. La princesa del lugar nos invitó a pasar una semana con ella. Descansamos. Pudimos comer dátiles ¿Sabes lo que son?

El crío negó agitando el remolino de la frente. Ella le alargó un caramelo esférico envuelto en un celofán rosa. Brillante. Olía a fresa. Él lo abrió con un gesto rápido y preciso y se lo metió en la boca. Chupó una vez. Y mordió. Le faltaba paciencia. Lo terminó en un momento. Los vencejos entraban y salían de sus nidos de barro escondidos bajo las tejas del pórtico; sus planeos frenéticos parecían tiras de un hilo negro que cosía el cielo a la tierra. Eso pensó el niño. Ella continuó.

—Los dátiles son los frutos de las palmeras. He visto niños como tú subir descalzos a una palmera de doce metros para descolgar un racimo. Las palmeras carecen de ramas; trepan ayudándose de una cuerda con la que van trincando el tronco. También he acompañado a los indígenas del trópico, con las plumas brillantes del quetzal adornándoles la frente, mientras cazaban al jaguar que atemorizaba su aldea. Esas aldeas siempre se levantan junto a un arroyo repleto de nutrias gigantes. O en medio de una laguna en la que clavan estacas para levantar las chozas; suelen servirse de monos gritones como animales de compañía. Toma.

Le entregó con delicadeza otra bolita de celofán, ahora tornasolado. Escondía un bombón de chocolate sin dibujo. Al morderlo, se quebró y reveló el sabor dulzón de un licor desconocido y la frescura de una cereza en almíbar. Lo sorbió todo. El olor amargo del chocolate y el afrutado de la cereza le llenaban la nariz. Cerró los ojos.

—Usted no es de este pueblo. ¿De dónde ha venido?- preguntó al abrirlos.

—¿Tiene mucha importancia?- se defendió ella.

—¿Y a qué se dedica, señora?- el chico necesitaba datos con los que acotar una historia que contaría en casa minutos más tarde.

—Soy fabricante- respondió.

—¿De qué?

—De recuerdos y sueños.

La mujer le sonrió como si le sobrara todo el tiempo. Y se alejó hacia el camposanto caminando muy despacio entre los vuelos del vestido. Los vencejos no paraban de coser las nubes al tejado del pórtico.

El pequeño creció soñando con viajar. Deseando explorar nuevos horizontes. Quería tocar con sus propias manos las pirámides, las plumas del quetzal, el dibujo de la piel del jaguar, los cocodrilos y las dunas del desierto.

Cuando le asaltaba la duda, buscaba en su mesilla de noche el celofán rosa, con pedacitos de caramelo aún pegados, y el celofán tornasolado que olía cacao. Ahí estaban.