LA luz criolla de Bogotá penetra blanca a través de los visillos de la habitación 315 del Gran Hotel Presidente. La sombra, larga y enjuta, se quiebra sobre la silla, frente al escritorio. Enciende un cigarrillo rubio. Se mira al espejo. Sentada, comienza a exudar su alma sobre una carta con membrete del hotel.

En la avenida, los automóviles se mueven lentamente animados por una cumbia de bocinazos. El vendedor ambulante de papayas vocea su mercancía. Los precarios puestecillos de arepas humean en la acera. Las niñas corretean con sus trenzas bailando al viento.

Dentro, únicamente se escucha el quejido agudo del bolígrafo al desangrarse mientras hiere el papel.

"Cielo mío:

Prefiero hablarte así, con estas letras. Podría telefonear, pero no soporto la idea de colgar al final y dejar de escucharte. El silencio que queda me acuchilla. El servicio de correos me evita ese dolor.

Estoy empezando a odiar esta profesión a la que tanto debo. Creo que ya me importan poco el circuito americano y el dinero. Que dejen de considerarme artista me da igual. Si tú me lo pides, este será el último año. Ni la fama, ni el prestigio, ni las ovaciones compensan el martirio que me supone la separación. No encuentro premio que me compense. Aborrezco las flores que mandan a mi habitación. Las alabanzas. Las buenas críticas de la prensa. Las entrevistas. Las cenas con empresarios y gobernantes. Todo eso me mantiene lejos de donde quiero permanecer.

Le doy vueltas a la retirada definitiva. Tanta soledad obligada. Tanto vuelo. Tanta carretera. Y tú en la distancia. Únicamente me consuela imaginarte. Pienso en lo que estarás haciendo. A pesar de la diferencia horaria, yo vivo en tu tiempo. Te levantas. Hay que abrir el taller. Te pones ese buzo azul de tela tan basta. Desarmas los motores. Los engrasas. Los vuelves a armar. Para mí, todo eso es un misterio. Magia. Cambias piezas. Las ajustas. Jamás he comprendido qué sucede entre el pistón y la biela. En cambio, para tí es tan sencillo como caminar. Siempre consigues que funcione.

Disfruto imaginándote sentado en la mesita del bar. La partida de tute con los amigos. El café y el cubalibre. Las bromas. Los chistes. Las apuestas. El fútbol. Todo eso que a mí se me escapa. Ríes muy alto y le das una palmada en la espalda a Teodoro, el del almacén. Regresas a tu apartamento. Te fríes un filete, abres una botella de tinto. Ves una del oeste. Y yo muero por estar ahí. Por abrir la ventana. Por ducharme en ese baño tan reducido. Por cantar a voz en grito mientras parto patata y bato unos huevos para la tortilla. No se me ocurre nada mejor que compartir una barra de pan untada en tomate.

Sabes que, desde que te conocí, una comadreja vive dentro de mí. Crece cada minuto. Se pasa las horas habitando en mi pecho. Me obliga a boquear para llenar la respiración. Me esfuerzo, pero es como si la comadreja apretara mis pulmones. Otras veces, la comadreja se me sube a la cabeza y, entonces pierdo el sueño, olvido los contratos y la lista de compromisos, y se apodera de mí el deseo insoportable de tomar el primer vuelo a Madrid desde donde quiera que sea. En ocasiones, la comadreja se refugia en mi estómago y me roba el hambre. Algunas personas me han hablado de mariposas. Pero yo no siento mariposas. Se trata de una comadreja hermosa, inquieta, voraz, que me lleva a ti.

Cada noche, al regresar a este o aquel hotel, la comadreja se agita. Y no para. Porque solo hallo sábanas demasiado limpias en una cama infinita. Y huele a ese ambientador que siempre es el mismo. Me grita un teléfono al que evito mirar. En el minibar tintinean botellas de champán francés que permanecerán cerradas. Eso encuentro en mi habitación. Además de los ramos de rosas, las cajas de bombones y los estuches de terciopelo con tarjeta de visita firmada. Todo el resto del espacio lo ocupa tu ausencia.

La comadreja muerde fuerte cuando me doy cuenta de que el próximo amanecer me descubrirá sin arañazos en la piel ni saliva en el cuello.

Cada tarde considero la posibilidad de una enfermedad repentina. Un accidente. Algo. Un imprevisto. Que me tengan que trasladar a Madrid. Me resta un mes en este continente. De país en país. De ciudad en ciudad. Es demasiado. Este mes no regresará a mi vida. Ni a la tuya. Puedo provocarlo voluntariamente. Lo he pensado".

Suenan las campanas en la catedral de Bogotá. Casi a la vez, unos nudillos respetuosos golpean con ritmo de fandango la puerta de la habitación 315 del Gran Hotel Presidente. La voz aguardentosa atraviesa los resquicios de las jambas.

-Soy Germán. Va siendo hora de prepararse. El chófer aguarda abajo.

-Pasa -la sombra suspira al trazar las últimas líneas sobre la carta.

"Tengo que irme. Me esperan."

Levanta la cabeza para dirigirse al hombre enjuto, renco y bermejo que dispone los bártulos en el recibidor.

-Encárgate de mandar este sobre por correo aéreo, Germán -pliega la cuartilla color vainilla y la ensobra. Antes, firma.

"Tuyo,

Manuel"

-Sí, maestro, responde el mozo de espadas mientras habilita un pequeño altar al Cristo de las Tres Caídas sobre el esportón. Luego, toma con mucho cuidado el traje de luces y se dispone a vestir al matador.

Para cuando recibió la carta en su taller, Andrés sabía por la prensa que el diestro de la temporada había sufrido un percance en el coso Santamaría de Bogotá.

Una cornada inexplicable en un espada con tanto poderío. La recuperación total se prolongaría por cuarenta días. Se había terminado la temporada americana para él. Los doctores especulaban con la posibilidad de que pudiera viajar a Madrid en una semana para emprender la rehabilitación en casa. Aunque resultara precipitado, el herido insistió en que así fuera. Ya se sabe que los toreros están hechos de una materia especial.