L chirrido de las uñas sobre el vidrio. Nnnññiiiii. Insoportable. Como una aguja larga y muy fina que atraviesa los oídos. Se hunde en el cerebro y obliga a apretar los dientes, cerrar los ojos, crispar los puños. El silencio de la noche aumenta su efecto. Cientos de pequeñas uñas afiladas arañan todos los ventanales de la planta inferior.

—Debimos de darnos cuenta hace semanas, Spencer. ¡Dios nos asista!

Maxwell lamentaba que ya no podrían huir de Lipton Court. Ni siquiera podrían seguir a los criados que, espoleados por el miedo, habían salido corriendo antes de que cayera el sol, cuando los gatos comenzaron a aparecer. No era la primera vez.

Dos meses antes, tres de los ocho grandes sabuesos con los que Spencer cazaba en su finca de recreo amanecieron hechos jirones. Igual que si los hubieran desgarrado con cuchillas de afeitar. La piel y las entrañas de los pobres perros formaban un collage macabro en el patio de los caballos. Hasta los collares, de cuero viejo y resistente, se habían transformado en trizas. El adinerado industrial de Liverpool pensó que debía tratarse de la venganza de algún gañán expulsado o cosa de la competencia; hasta un amante despechado podría enloquecer y pagarlo con los chuchos. La policía desechó todas esas teorías. Se trataba sin duda de la obra de un animal: un felino. Puede que de un lince o un puma llevados a orillas del Mersey para servir como diversión venatoria. O, a lo mejor, huidos de un zoo o un circo ambulante. Lo investigarían. La hipótesis del circo ambulante la abandonaron un par de semanas después, cuando los restos de los otros cinco sabuesos regaron el jardín romántico de Lipton Court. El peso de los intestinos combó los narcisos.

—Algún tipo de gran gato, señor. Uno furioso y sin hambre. Ni antes ni esta vez ha devorado nada. Es extraño en estos casos, señor.

El sargento McAllister parecía desconcertado. Y su sorpresa creció cuando se percató de que los caballos, la potra trotona y las yeguas se arracimaban inquietas contra la pared del fondo de las cuadras.

—Estos caballos tienen pánico, señor. Le recomiendo no montarlos en un tiempo. Así es como suceden los accidentes.

Spencer recordó que había dado las gracias al estúpido de McAllister. Aquel idiota incapaz de sumar dos y dos no pasó de recoger boñigas y pelusas y hacer moldes de huellas. Con menos resultado que quien espera que la mula se ponga de parto.

Por eso ahora no les quedaba más alternativa que cargar las seis escopetas que, junto a toda la munición disponible, habían acumulado en el palomar del caserón. Y disparar. Dejarían aquella orilla del Mersey sin un condenado minino. Vaya que si lo harían.

Spencer Chapman había comprado la finca, con las cocheras, las caballerizas, los jardines, las fuentes, los frutales y un buen puñado de acres de bosque, en 1895. O quizá en 1896. El negocio del abono había ido viento en popa. Desde que consiguiera la licencia para explotar el guano de unas islas remotas de Chile por una cantidad irrisoria de libras, la facturación creció. Aquel era el mejor nitrato del mercado. Todos los latifundistas de la comarca de Liverpool, y más allá, pagaban en guineas por los cargamentos. La fortuna le sonrió definitivamente cuando conquistó el mercado australiano: menos distancia de navegación y miles de hectáreas que fertilizar. La mierda de pájaro se convertía en oro en sus manos.

—Ya tenías bastante, Spencer ¿Para qué te complicaste con lo de Egipto? Cabrón codicioso.

Su socio, Maxwell Flatwood, se refería al cargamento de Tell Basta. Dispararon. Pero los chirridos no cejaban.

La aldea de Tell Basta puede que fuera el lugar más miserable del mundo. Habitado por asnos huesudos, niños hambrientos y viejos resecos. Spencer pasó por allí de casualidad durante un viaje de caza. Aunque caza y negocios van siempre juntos. Le interesaba compartir una batida de leones del desierto con el jeque local. Spencer pagaba todo. Justo a su paso por Tell Basta, un enfebrecido arqueólogo alemán celebraba que había hallado la confirmación de que aquél era el emplazamiento de la antigua Bubastis, la ciudad templo de la diosa Bastet, quien protegió a Ra del traicionero ataque de la serpiente Apofis.

Aquel alemán loco sujetaba en sus manos lo que parecía un desgastado muñeco de trapo de no más de medio metro de largo. El comerciante de abonos lo agarró. Se le deshizo entre los dedos con un inconfundible olor a nitrato.

A su regreso de la batida, Spencer compró veinte toneladas de aquellos muñecos por una cantidad de dinero ridícula. El jeque ayudó. Los molió en la fábrica de Liverpool y los vendió con la marca Abono del Nilo. Un pelotazo. Apretó el gatillo de nuevo. Maxwell disparaba como un poseso. El palomar de Lipton Court ya se había llenado de humo y olor a pólvora quemada.

Era inútil. El resplandor comienza a alcanzar las ventanas más altas. Y las uñas arrancan astillas del exterior de la puerta del palomar.

—¡Maldito, Spencer!— grita Maxwell antes de dispararse en el mentón.

La puerta cede. Los cristales de la ventana se quiebran. Las momias de cientos de miles de gatos sepultados en el templo de la diosa gato, Bastet, desde hacía más de tres mil años, caminan felinamente hacia Spencer Chapman. Los perdigones los atraviesan pero no los detienen. Spencer salta al patio rodeado por los gatos.

El sargento McAllister hallará el cadáver del industrial en el patio, cubierto de abono. Y el de su socio Maxwell Flatwood, con el cráneo destrozado, apoyado en un montículo de fertilizante que alguien había subido al palomar de Lipton Court. No fue capaz de atar cabos.

El policía hace caso omiso de los campesinos que aún juran ver fulgores sobre los sembrados cercanos a Liverpool. Luces que forman siluetas de gato en la noche.

“Ya tenías bastante, Spencer ¿Para qué te complicaste con lo de Egipto? Cabrón codicioso”. Su socio se refería al cargamento de Tell Basta