OR eso estoy aquí. Si". El astronauta observa desde el ojo de buey un gigantesco planeta verde sobre el que amanece un sol intenso, naranja sin matices. Para empezar, era sólido. A la comunidad científica, los planetas rocosos le generaban expectación desde hacía décadas. Y estaba dotado de una atmósfera gaseosa, carente de ácido sulfúrico, que lo protegía de las radiaciones de la estrella color butano en torno a la cual completaba una órbita cada 561 días terrestres. Todo buenas noticias. Las sondas no tripuladas habían determinado la existencia de tres pequeños satélites congelados. Quizá la rotación del planeta sobre sí mismo, que se prolongaba durante 39 horas y 17 minutos terrestres, ocultara algún otro minúsculo satélite.

La mayoría de las dudas se resolverían muy pronto. Restaban unos momentos para que la Unidad Tripulada de Toma Contacto se dejara atraer por las 2,5 unidades de gravedad del SLR-3256-OH.

"Ahí voy yo. Bueno, yo al mando de unos veinte robots dotados con miles de herramientas de toma de muestras y autolaboratorios remoteados. Soy el jefe. A pesar del motor de radón y toda la revolucionaria tecnología Swigger, hemos tardado demasiado en llegar. Quiero dejar de cultivar brócoli en un invernadero espacial. No puedo comer más brócoli. Debiera llevarme las muestras y regresar de una jodida vez. Debiera soñar con ovejas eléctricas, pero sueño con jarras de cerveza. Muy frías. Cubiertas con ese vaho helado", piensa el piloto.

La misión es la de siempre: localizar vida extraterrestre. O vestigios de cualquier tipo de metabolismo no compatible con las reacciones de la química inorgánica.

"Como si fuera fácil", cavila haciendo oscilar su casco.

El primer chasco lo generó el análisis cercano de la atmósfera de SLR-3256-OH. Los radiotelescopios y los sistemas de análisis de espectros de ondas de luz habían detectado trazas de elementos en suspensión compatibles con la clorofila.

"La atmósfera es innegable y radiantemente verde. Un verde jade hipnótico. Maravilloso. Pero las muestras tomadas desde la órbita estacionaria de mi nave en SLR-3256-OH lo desbarataron todo. Nada orgánico. Por muchos test que apliqué. El microscópico polvo de distintos metales en suspensión tomaba diferentes grados de oxidación que causaban tonos verdes homogéneos en la masa de vapores. Ningún rastro de clorofila o compuestos similares. Cero vida. Ni siquiera en estadios balbuceantes. Veremos con qué nos tropezamos ahora", sopesa en silencio el astronauta.

Aquella noticia del verde de los metales oxidados provocó unos segundos de desaliento y horas de euforia en la base.

"Os advierto que me llegaron hasta sonidos de descorche de champán desde la sala de control. Cabrones. No sufrís la gravedad cero del espacio. Me gustaría que supierais lo que supone aliviar el vientre aquí. Se os quitarían las ganas de lanzar gritos de alegría y corear canciones. Como si fuera un puto cumpleaños", suelta por el intercomunicador. El retardo es monumental. Desespera. Aunque hay que acostumbrarse.

La fiesta se debía a que la oxidación requiere oxígeno. Oxígeno. El combustible de la vida. Uno de los dos elementos que forman el agua. El agua suponía la gran incógnita de SLR-3256-OH. Algunos defendían la existencia de enormes depósitos de hielo bajo una corteza sólida que no registraba actividad tectónica, ni volcánica. Sin temblores apreciables. Ningún cráter, fumarola, ni río de lava. Calma completa.

Otros manejaban la hipótesis de que en periodos remotos, la atracción de un planeta masivo había arrancado los mares de la superficie de SLR-3256-OH desplazando grandes masas de agua al espacio hasta convertirlas en los satélites congelados que observábamos hoy. Y que la atmósfera se conformó con posterioridad.

"Pronto saldremos de dudas. Realizo tercer chequeo de verificación de sistemas. Aterrizaje. Comunicaciones. Supervivencia. Laboratorios. Energía. Despegue. Ensamblaje. Trayectoria de nave en órbita. Todo en orden. Cuenta atrás y bajamos a pasear por SLR-3256-OH. Cuanto antes acabe, antes me despediré del brócoli y beberé una jarra de buena cerveza rubia. Muy fría. De un solo trago. Vamos. Suelto la Unidad Tripulada de Toma Contacto. Retomo conexión en tres minutos y 45 segundos. Aquí me tienes, planeta verde. Cierro".

El astronauta pulsa el botón rojo. La unidad se desprende lentamente. La gravedad la acelera. Los protectores térmicos se ponen al rojo, luego al blanco. El polvo en suspensión arde en torno a la cápsula. En el instante previsto, se abren los cuatro paracaídas de manera simultánea. La toma de tierra en SLR-3256-OH es suave. El sistema de colchón de gas inerte autosellado funciona a la perfección.

La puerta sellada se despresuriza de manera automática. El astronauta, embutido en su traje mate, sale. Vacila. Se tambalea. Y cae sobre la superficie rocosa de SLR-3256-OH. No se levantará más. Nunca volverá a comunicarse con la base. Ha sido un infarto. Letal. Sucede cada día.

Los 40 billones de microbios que habitan el cuerpo del piloto hacen su trabajo. En especial, las bacterias. Muchas colapsan. Unas pocas, se adaptan. Son obstinadas. Sencillas. Básicas.

La siguiente expedición interplanetaria a SLR-3256-OH no localiza la nave en órbita. Los eventos, la simple radiación, la ha alejado con el paso de las décadas. Tampoco encuentra la cápsula en la enorme superficie de SLR-3256-OH.

Pero detecta vida. "Son unas bacterias muy extrañas. A saber desde hace cuántos milenios que evolucionan en estas terribles condiciones. Sea como sea, confirmamos la existencia de vida extraterrestre. Cambio".

Tras el retardo, suenan las botellas de champán en la base. También abren alguna cerveza muy fría.

Aquella noticia del verde de los metales oxidados provocó unos segundos de desaliento y horas de euforia en la base

La fiesta se debía a que la oxidación requiere oxígeno. El combustible de la vida. Uno de los dos elementos que forman el agua