eL lanchón, de unos ocho metros de eslora y casi tres de manga, baja por el río cada 50 o 60 días. Sin patrón, mástiles ni aparejo. Arma tres grandes remos por cada lado y un séptimo en popa que malamente cumple como timón. Se deja arrastrar por la corriente, aguas abajo, sin oponer resistencia ni darse fuerza a favor. Los remos sirven más para no chocar con las orillas o encallar que para darse impulso. Una gastada áncora de piedra cae al agua para detener la deriva antes de fijar la embarcación con cabos donde sea requerida.

Lo suben río arriba, con su carga de bacalao seco y paños de ultramar, tirado por una yunta de seis bueyes. Las bestias resoplan por el enlodado camino de sirga hasta el burgo más lejano de los que contaban con muelle de carga. Saachensville se llama la ciudad que ya anuncia la montaña. Antes, en el curso del Flowm, se miran Tranemberg, Saint Marc Sur Leau y Krauft. Y para todas esas ciudades portaba género el lanchón.

Al bajar, en cambio, recibe pasaje. Lo recoge en cada puerto fluvial. En ocasiones aguarda una familia, o el cura de una aldea, en este o aquel meandro del río. Siempre acompañan a una persona, hombre o mujer, que mira de un modo particular y no habla. O solo canturrea. Había quien no era capaz de alejar la vista de la umbría del bosque que todo lo rodea, como si recibiera señales de detrás del matorral; había jovencitas pálidas de melena lacia, con los brazos cruzados de marcas y postillas, que lloraban un llanto seco; ancianos que se habían arrancado la dentadura; hombres que humillaban al silencio haciendo gemir una zanfoña; adolescentes abrazados a un perro sorprendido.

Esas escenas suelen ser las menos dolorosas. Porque también aparecían mujeres con la cabeza metida en una jaula para impedir que lo mordieran todo; robustos muchachos con los codos encadenados, gritando como posesos, y quizá lo fueran; viejos mal curados que se habían arrancado los dientes, la lengua o una oreja; niñas sangrando del vientre y relatando historias de brujos desnudos. Todo cabía en el lanchón.

Usando los remos y el áncora de piedra, la torpe nave se detenía. La gente caminaba por el cauce alfombrado de cantos rodados y subían al infeliz a la cubierta. Después, el áncora se recogía, los remos empujaban la nave hasta el canal con calado. Y continuaba el curso.

Nadie quería a los locos y necios. Los mandaban río abajo a sabiendas de que jamás hallarían el camino de regreso desde la costa. Esa era la costumbre. Nadie recordaba desde cuándo. Nadie la ponía en solfa. Una boca menos que alimentar ganaba importancia en tiempo de nabos menudos y gachas escasas. Hasta los pájaros arrojan al polluelo débil desde lo alto del nido. Es la ley natural.

No valían para trabajar la tierra. Ni para aprender el oficio en un gremio, ya sea cantero, cestero o curtidor. No servían para criar o alimentar hijos. Ni para cuidar el ganado, aunque fueran cabras, que se avían solas como todo el mundo sabe. Se les escapaban los pollos, comían hierba, lloraban bajo los manzanos o subían desnudos por las ramas del húmedo hayedo lanzando alaridos a la luna. Podían haber estado semanas persiguiendo a un topo por las infinitas toperas, hostigándolo con varas y juncos, para dejarlo escapar entre risotadas. Locos y necias. De poco sirven en las calles del burgo o en las majadas de la aldea. Si no ordeñan, ni tejen, ni uncen el ganado, ni limpian la taberna. ¿Para qué son útiles?. Ni a la mina de azogue se los llevan. Hubo quien se empeñó en destrozar hormigueros a patadas para perseguir las columnas de desesperadas hormigas. En eso dio su vida.

En el lanchón se reconocen unos a otros. A menudo se calman. Y los más se ponen a las órdenes del tuerto que gobernaba el timón de aquel armazón de madera raída. Tomaban los remos, se sentaban sobre el áncora, palmoteaban el agua, se sorprendían ante el reflejo de sus rostros. Los menos se agrupaban, taciturnos y temerosos, en el centro de la plataforma, como si temieran al río.

Krauft es la villa de la desembocadura. Un poblacho amurallado que se apiña en torno al raquítico muelle que partía la bahía en la que desembocaba el Flown. Las playas alcanzan a derecha e izquierda hasta donde da la vista. Al frente, el mar infinito aplastado por un cielo gris perpetuamente jalonado por nubes negras. El norte, describían los que se llamaban cuerdos.

El tuerto embarrancaba el lanchón de los locos junto al camino de sirga que marcaba el final de la playa, en el arrabal que quedaba fuera de la muralla. Locos y necios tienen prohibido el paso por la puerta de la ciudad. Los guardias del burgomaestre no mostraban remilgos con quienes insistían: les atrapaban el cuello y las muñecas en un cepo de madera y les apedreaban hasta que conseguían que se alejaran corriendo, hostigados por los niños. El tuerto alquilaba una yunta de bueyes en la venta, cargaba el lanchón y tiraba de nuevo, corriente arriba, hacia Saachensville. Locas y necios se desperdigaban por las playas, buscando comida en las pozas que dejaba la marea baja.

Algunos, los menos, perecen en cuestión de una o dos semanas. Sus cadáveres se encontraban arrastrados por la marea o sentados bajo un roble, muy serios por una vez en la vida. Aunque la mayoría se organizan con sus propias normas. Fundaban aldeas en lugares increíbles, con unas vistas singulares sobre el horizonte. O constituían tenaces expediciones en búsqueda de fuentes de agua dulce al otro lado de la sierra; no querían oro, solo agua dulce para todos. Y, siempre, locos y necias se conjuran para armar su propia embarcación, dotarla con una gran vela latina, estibarla de provisiones y lanzarla cualquier amanecer, con el terral y la buena marea, hacia el horizonte. Por cada vez que el lanchón atracaba en la playa con su rol de locos, partía una barca improvisada hacia fin del mundo.

Locas y necios eran capaces de imaginar lo que los cuerdos ignoraban. Tras el cielo gris y las nubes negras siempre se esconden la luz azul, el sol radiante y las nubes blancas. Allí se dirigían con la esperanza de buen viento. Desde la barca lamentaban la suerte de los sensatos vecinos de Saachensville, Tranemberg, Saint Marc Sur Leau y Krauft. Encerrados dentro de las almenas, atados a convenciones de hierro, apresados por la costumbre. Jamás los cuerdos descubrieron nada. Nunca los sensatos tocaron el horizonte.

El lanchón desciende de nuevo por el Flown. Locos y necias saben que no hay peor insensatez que la cordura absoluta. Desean llegar al mar.