Sentado en el centro del largo cayuco que sorteaba las rocas de aquel remoto afluente del oeste del Amazonas, e ignorando que no retornaría, Ime recordó el día en que la noticia de los no contactados corrió por la redacción del Natural Magazine. Aquello era el agua en marte, la vida en el meteorito, el neardental congelado. Con la diferencia de que se podía fotografiar libremente.

El dedo le señaló. Las vacunas para enfermedades en vigor, el pasaporte renovado, modestos conocimientos de portugués y un alquiler que pagar le convertían en el candidato perfecto para deambular por la frontera entre Brasil y Perú. Sin preguntas por ingresos extra ni nada parecido. A retratar a los no contactados.

Ime siempre reservaba en el armario la mochila de salir corriendo. Guardaba ropa interior, una pequeña linterna, un encendedor, un rollo de pita, un cortaplumas con descapsulador y sacacorchos, cepillo de dientes desechable, preservativos, botecitos de gel de distintos hoteles y medicamentos varios, desde aspirinas hasta protectores gástricos o pastillas contra la diarrea y el mareo. En uno de los compartimentos, el móvil desechable, una cámara compacta, un disco duro y varias baterías cargadas.

Metió más ropa, un impermeable, antipiréticos, el saco de dormir y calzado de repuesto. Agarró la Nikon D90 y todos los objetivos, tomó un par de copas y se dejó arrastrar al aeropuerto. En la selva siempre atacaba la sed y resultaba imposible localizar un buen garito, con hielo duro, licores de primera y refrescos fríos. Eso era más complicado que tropezarse con una tribu de no contactados.

Durante el vuelo entre Lisboa y Manaos, vía Sao Paulo, Ime le dio una y mil vueltas a la pregunta. ¿Puede haber aún culturas ajenas a la globalización, la parabólica, el fútbol y la Coca Cola? La Natural Magazine se había llevado buenos chascos antes. Unos pigmeos de la selva de Ituri que se sospechaba vírgenes respecto al contacto con el mundo exterior; fracaso, el jefe portaba un brillante revolver fabricado en 1998. Los aborígenes de la isla perdida de las Andamán, en el golfo de Bengala; los niños sabían lo que eran los M&M’s. Y muy parecido fue lo que aconteció en el interior de Belize y en la frontera oriental del Gobi.

Pero esta vez sonaba diferente. No se trataba de un vende-exclusivas. Ni los habían localizado junto a un destino turístico emergente. Una expedición médica, que investigaba el impacto del dengue en la zona, se había tropezado con una mujer desnuda que portaba un bebé a la espalda. Hablaba un idioma desconocido. Ningún tatuaje ni excoriación coincidían con las de las culturas del entorno. Se llamó a sí misma Mimba. Y la acompañaba un mono domesticado. Por gestos, le preguntaron si su gente padecía el dengue. Respondió que no, señaló los árboles y arroyos detenidamente, y pronunció una larga perorata antes de desaparecer en la floresta. Eso es lo que afirmaba el informe del organismo médico.

La mujer no se dejó fotografiar ni grabar, puesto que reaccionaba violentamente cuando la señalaban con cualquier objeto. Se pergeñaron retratos robot basados en los testimonios de las doctoras. Y ocuparon páginas completas de los diarios con titulares como ‘Testigos de la Edad de Piedra’, o ‘La humanidad de ayer’.

Los tipos que guiaban el cayuco juraban que habían conducido a las médicos hasta el mismo punto al que lo llevaban a él. Corriente arriba. Por las horas de monótona navegación dentro del túnel de hojas verdes, aquello hacía rato que podía ser Perú. O quizá no. El calor, la humedad, el zumbido monocorde del pequeño motor fuera borda; todo producía una especie de ensoñación de la que solo lo sacaban los salpicones de agua del río. Hacía rato ya que los jacaré no se asustaban al ver la canoa y que las nutrias gigantes se limitaban a observar desde las orillas, con su característico gesto de infinita curiosidad, en lugar de huir. Los monos aulladores insistían en su coro absurdo. De vez en cuando, una bandada de guacamayos multicolores cambiaba perezosamente de árbol con un revoloteo lento.

Olía a flores, a fruta. Y a putrefacción. Una podredumbre suave, morosa, pero inexorable. Continua. Embarrancaron el cayuco en la media luna arenosa de un meandro. Los no contactados asomaron con precaución desde detrás de la muralla verde. Bebés, ancianos, mujeres, hombres fibrosos, perros flacos y cerdos peludos con las patas atadas descuidadamente entre sí y que hozaban sin descanso. El GPS del teléfono de Ime no conseguía proveer una ubicación determinada.

El fotógrafo sacó su equipo y la mochila del cayuco. Los guías se fueron con la promesa de retornar en dos días. Ime acompañó a los no contactados hasta el lugar en el que habían clareado levemente la selva para colgar sus hamacas, hacer fuego con la seguridad de no provocar un incendio y alejar sus gallinas de las serpientes de la espesura.

Nada en aquella comunidad parecía fabricado o sintético. En realidad, todo encajaba 10.000 años atrás. A pesar de que intentó, con paciencia, ganarse la confianza de las familias, no toleraban que las encuadrara con la D90. Ni siquiera con la compacta. El chamán, un anciano arrugado, sin dientes y tocado con una diadema de plumas, utilizando dibujos que realizaba en la arena con sus dedos, le explicó que los Mimba temían la piedra que dejaba pasar la luz. Según su cosmogonía, la piedra que permitía que el sol la atravesara atrapa el alma de las personas que se encuentran en su camino.

No os preocupéis. Esta vieja D90 no atrapa almas. En cualquier caso, soy yo quien se deja el alma en cada condenada foto, respondió Ime.

El chamán de los Mimba le hizo entender que no habría fotos sin que Ime y la Nikon se sometieran antes a un sortilegio para proteger a la tribu del maleficio de la piedra transparente. Ime aceptó. Jamás había creído en zarandajas. Junto a la hoguera, bajo el aliento de la luna, el chamán pronunció las palabras y sopló la hierba de los antepasados.

Desde el amanecer, Ime realizó el más increíble reportaje sobre no contactados. No se han vuelto a retratar así a personas primigenias. Nunca encontraron a Ime. Ni los guías en su regreso ni las posteriores expediciones. Solo la D90 con la memoria llena de imágenes únicas de los Mimba.

Imágenes que contenían el alma de Ime.

El chamán había invertido la maldición.