Iñaki Uranga es bilbaino de pura cepa, del mismo Casco Viejo. De la calle Esperanza, para más señas. Aunque, cuando sus obligaciones se lo permiten, pasa las vacaciones estivales en Artajona, de donde es originaria la familia de su mujer, María Jesús. Empezó a ir hace unas cuatro décadas, cuando aún eran novios, “y aquello se convirtió en mi pueblo”. Iñaki está enamorado de la monumental localidad navarra, pero los veranos de juventud, aquellos que realmente dejan huella en la memoria, los vivió en Sopela. Un lugar al que está muy ligada esta familia que ha escrito su apellido, Uranga, con letras de oro en el libro de la historia de la música vasca. “Fue una adolescencia magnífica”, asegura el cantante.

El menor de la saga, junto a su hermana melliza Edurne, inició su relación con Sopela a principios de la década de los 70: “Teníamos un piso allí. Era el típico veraneo de tres meses, playa, muchos amigos...”. Para entonces, sus hermanos mayores, Amaia, Izaskun, Estibaliz y Roberto, ya estaban saboreando sus primeros grandes éxitos con Mocedades. Varios de ellos llegaron a adquirir su propia residencia en el municipio costero. “Pero no paraban por allí porque no dejaban de trabajar”, recuerda Iñaki, que en esas primeras vacaciones en Sopela era un chaval de poco más de diez años –nació en 1961–.

Iñaki Uranga, jugando a pala en el frontón de la urbanización donde pasaba los veranos en Sopela. Deia

En una familia como esa, inevitablemente Iñaki tenía ya metido el veneno de la música en la sangre. Y en verano disponía de más tiempo para disfrutar de ella: “Recuerdo que en esa época pasaba días enteros en casa de Roberto, que tenía un muy buen equipo de alta fidelidad. Ahí empecé a descubrir la música, a sacar canciones con la guitarra”, una Yamaha que precisamente le regaló su hermano, el segundo de la saga, fallecido hace casi 19 años.

Pero, mientras comenzaba a adentrarse en los secretos de la seis cuerdas –“en realidad, todavía estoy aprendiendo a tocar”, admite– , Iñaki se vio atrapado por otra pasión: la pelota. “En la urbanización en la que teníamos el piso había un pequeño frontón. Y toda esa etapa de adolescencia y juventud giró en torno a él. Mi madre me mandaba a hacer la compra y había veces que iba a buscarme porque no había vuelto y ahí estaba yo en el frontón con la compra… Se me iba el día entre esas paredes”, explica.

En Sopela fue desarrollando sus habilidades con la pala verano tras verano: “Empecé a jugar con pelota de goma, luego a paleta cuero y al final a la pala corta”. También aprendió mucho en sus escapadas al frontón municipal, donde jugaban los aficionados punteros del momento y jóvenes promesas, entre las que destacaba un chaval del pueblo que posteriormente llegaría a cuajar una larga y exitosa carrera como palista profesional: Jon Torre.

Aquella afición por la pelota surgida en Sopela aún la mantiene viva, aunque ya no la practique. Durante años fue espectador en el Club Deportivo y los fines de semana iba a darle a la pala a Orozko. Allí jugaba en ocasiones con los Isusi, Natxo y Juan Luis, que también compitieron en el campo profesional, y con el hermano menor de estos, Mikel, con quienes guarda una buena amistad. “Normalmente yo jugaba de zaguero. A veces me ponían de delantero, pero me daba un poco de miedo. Llegó un momento en el que empezamos a usar casco”, recuerda.

Pero, lógicamente, en Sopela el mar acaparaba gran parte del entretenimiento. El surf era una alternativa atractiva. “Hice algunos intentos con la tabla, pero era bastante malo”, admite. Aquellas tardes de playa en Meñakoz las alargaban tanto como podían. “Tras el atardecer, hacíamos una fogata, cuando se podía hacer aquello, y nos reuníamos en torno a ella con alguna bebida, seguramente no alcohólica...”, desliza con ironía entre risas el cantante bilbaino.

Del mar venían también las sardinas que asaban en fiestas de San Pedro los miembros de Mangusto, “una cuadrilla muy grande, de unas cuarenta personas. De vez en cuando nos solemos reunir, seguimos teniendo muy buena relación”, apostilla Iñaki.

El pequeño de los Uranga tampoco se olvida de aquellas noches en “el Jaro”, una zona boscosa “cuando todo eran campas” en lo que hoy en día es el casco urbano de Sopela y a la que acudían en busca de intimidad: “Allí caía el primer cigarro, el primer arrumaco...”.

Cuando el tiempo no acompañaba, lo que sucedía a menudo, Iñaki y sus amigos pasaban las horas “en un reservado para la juventud que había en el txoko de la urbanización. Ahí nos juntábamos, tocábamos la guitarra y jugábamos a cartas”.

En aquellos largos veranos también encontraban momentos para hacer algún trabajillo y ganarse unas pesetas: “Pedíamos por las casas papel y cartón para vender. Y también chatarra. Reuníamos unos pocos kilos y venía un camión del padre de una chica de la urbanización para cargar con todo aquello. Imagínate la ilusión que nos hacía”.

El del 83 fue uno de los últimos veranos que Iñaki pasó en Sopela. Tenía 21 años y lo vivido entonces le quedó grabado: “Vinieron las inundaciones. Llegaban noticias de lo que estaba pasando en toda Bizkaia. Y pedí permiso a mis padres para ir a Bilbao, les dije que tenía que ayudar de alguna manera. Aita no puso muy buena cara, pero al final me dejaron y me fui yo solo a casa, en la calle Esperanza. Allí me pasé unos diez días quitando barro”. A sus hermanos mayores les pilló aquella riada de vuelta de un recital de Mocedades en Andalucía: “Pararon en Burgos y compraron reservas por si había desabastecimiento”.

Aquello fue una especie de epílogo triste a una época maravillosa en Sopela, de la que quedarán para siempre en su memoria el sonido de la guitarra, el de la pala golpeando la pelota y el olor y el sabor del mar: “Grandes recuerdos”.

Nuestro protagonista...

Nombre. Iñaki Uranga.

Lugar de nacimiento. Bilbao.

Lugar de veraneo de juventud. Sopela.

Aficiones que desarrolló en aquella época. La música –ya la tenía metida en el cuerpo–, la pelota y el surf, “aunque era bastante malo”.

Su cuadrilla. Los Mangusto, con los que aún mantiene la relación.

Una anécdota. A veces su madre le mandaba a hacer la compra y, al ver que pasaba el tiempo y no volvía, le encontraba jugando a pala en el frontón.