A pandemia del coronavirus nos está sometiendo a pruebas de resistencia que en circunstancias normales sólo se hacen en simulacros. Recordemos los stress test a los que las autoridades monetarias sometieron a la banca tras la crisis financiera de 2008. Fueron pruebas de esfuerzo previstas para determinar el vigor de las organizaciones crediticias de nuestro entorno. Los stress test de hoy son mucho más implacables y de mayor repercusión. Se tensa el aguante de las familias, de los individuos, ante una enfermedad que se expande con carga mortífera. Esta prueba de esfuerzo nos impone hábitos nuevos de conducta, de reducción de libertades y hasta de relación entre las personas.

El covid-19 ha provocado un segundo stress test a los sistemas de protección sanitaria y a los modelos establecidos para salvaguardar la salud colectiva. La velocidad de contagio, el número de afectados, las necesidades de recursos humanos y materiales para abordar la demanda de cuidados€ todo está siendo contrastado y hasta los sistemas más vigorosos (como el caso de la sanidad vasca) están siendo presionados con dureza, exigiendo de quienes gestionan el sistema dinamismo y efectividad en la toma de nuevas medidas que palien una sobreexposición de afectados.

Y el tercer stress test todavía no acertamos a verlo con la crudeza con la que se presentará. Será el de las consecuencias económicas que arrastrará la pandemia y sus efectos de inactividad, de cierre temporal de las empresas y de pérdida de masa muscular en nuestro sistema productivo.

La caída de la economía ha sido mucho más abrupta que la vivida en la crisis de 2008. Esta vez el parón ha venido en barrena, de un día para otro, y pese a que las administraciones se afanan en buscar fórmulas que mitiguen los efectos de la recesión entre los más vulnerables, las devastadoras secuelas de la actual crisis no se verán de manera inmediata pero serán desoladoras.

Ante esta situación excepcional, hay quienes preconizan la parálisis total. Apagar el país. Someterlo a una sedación económica. Creen que esta medida drástica reseteará la situación y que todo volverá a funcionar como cuando apagamos y volvemos a encender un ordenador. Amparados en una falsa seguridad sanitaria abogan por una especie de huelga general total.

Casualmente, quienes proponen la eliminación de toda la actividad industrial son quienes defienden un cambio de modelo económico; sindicatos y partidos instalados en la confrontación que reclaman el cierre total de la actividad productiva para, a renglón seguido, exigir de las autoridades gubernamentales el amparo, la protección y el subsidio si fuera preciso de todo el personal parado. Demagogos reivindicativos que sólo hablan de "derechos" y jamás de "deberes". ¿Parar los abastecimientos? ¿Evitar el suministro de gas, de electricidad, de agua? ¿Detener las obras, los trabajos públicos? ¿También en el vertedero de Zaldibar? ¿Desactivarlo todo?

Todo no. Suspender cualquier acción, salvo la de la Diputación Permanente del Parlamento, donde los apóstoles de la progresía mal entendida pretenden incentivar semanalmente el control al gobierno. O en las Juntas Generales, donde los partidos de la oposición siguen reclamando comisiones permanentes en las que marcar el paso de los ejecutivos forales durante la crisis. Hay que tener poca vergüenza para exigir una cosa y la contraria según interese. ¡Cuánta irresponsabilidad gratuita!

En momentos más duros que los actuales, al filo de la finalización de la guerra en Euskadi, cuando el ejército sublevado procedía a ocupar el núcleo resistente vizcaino, las autoridades republicanas debatieron sobre la necesidad de eliminar cualquier vestigio productivo que pudiera ser utilizado por los franquistas. Eso significaba dinamitar toda la industria que había mantenido la actividad, el empleo y el crecimiento de Euskadi. Afortunadamente, la propuesta de "tierra quemada" promovida por la legitimidad republicana no prosperó. Hubo dirigentes, vascos nacionalistas, que tuvieron la virtud de comprender que tras la guerra, tras la ocupación y la represión, allí había un pueblo, hombres y mujeres, que tendrían que seguir viviendo, que tendrían que continuar adelante con su infausto porvenir. No sin injustas críticas, aquellos dirigentes políticos tuvieron la clarividencia de ofrecer a las generaciones que aquí se quedaban la posibilidad de seguir resistiendo. Y las industrias continuaron en pie. Gracias a aquella decisión, la sociedad vasca, a pesar de todas las penalidades, sobrevivió. Salió adelante. Como saldrá ahora. Con el esfuerzo mancomunado de quienes deseen continuar. Reconstruyendo lo derribado y posibilitando un nuevo país para la generaciones venideras.

Durante años hemos sabido cimentar un bienestar que creíamos perdido tras la noche del franquismo. Ladrillo a ladrillo, hemos puesto en pie un país moderno, con servicios dignos y con una calidad de vida a la altura de las sociedades europeas de nuestro entorno. Pero Euskadi no es una isla. El azote de una crisis mundial nos vuelve a sacudir cuando habíamos iniciado la recuperación de una depresión anterior.

En nuestro espíritu no hay sitio para el desánimo. Ni para la tentación de arrojar la toalla. Cuando superemos este episodio de desdicha -que lo superaremos- nos daremos cuenta de que nuestra fortaleza es mayor de la que creíamos tener hasta la llevada del virus. El reto global al que nos estamos enfrentando nos desgastará, claro que sí, pero también producirá en nosotros un vigor de dinamismo y de vitalidad que desconocíamos.

Hace ya tres años, una bacteria, que no un virus, se cruzó en mi camino. No sé de dónde vino, pero me llevó hasta el servicio de urgencia de un hospital. Y de ahí a la Unidad de Cuidados Intensivos. Como muchos de los hoy afectados por el covid-19, desarrollé una neumonía, un síndrome de distrés respiratorio y otras derivadas multiorgánicas. Necesité de respiración asistida, diálisis y sedación. Durante veintiocho largos días permanecí en la UCI. Afortunadamente, y en contraposición a las actuales víctimas, mis familiares podían verme, aunque una nueva bacteria les obligara a cursar visitas protegidos por trajes antisépticos.

A los cuidados intensivos y con una evolución positiva tras la gravedad inicial, le siguió un mes más de hospitalización. El tratamiento y la inmovilización provocaron una pérdida de masa muscular que me indujo a un mes de internamiento supletorio de cara a mi rehabilitación.

Conozco en primera persona los sufrimientos que muchos de los pacientes hoy internados en el sistema sanitario vasco están soportando. Sé de los desvelos de los cuadros médicos y del personal sanitario. De su entrega. De su compromiso para con los enfermos. Doy fe en primera persona de su vocación y entrega. Por todo eso y porque en buena parte les debo mi vida, dejo constancia aquí de mi respeto, agradecimiento y apoyo incondicional en estos momentos tan complicados.

Todavía me despierto abrumado por las pesadillas, las alucinaciones que tuve estando inconsciente o saliendo y entrando en sedación. Me vuelvo a ver en aquellos boxes, rodeado de cables, de aparatos, de sonidos extraños, y respirando por un tubo que salía de mi tráquea. Quizá por ello no necesito que la televisión alimente sus crónicas con imágenes de personas sufriendo, intubadas, conectadas a un sinfín de cachivaches. No necesito esas "imágenes de apoyo o de recurso". Me parecen ofensivas para la dignidad de quienes en ellas aparezcan. Y no me importa que hayan sido grabadas en un hospital de Bérgamo, de Madrid o de Indonesia.

No entiendo tampoco el interés informativo de una extubación, emitida en el Teleberri como un evento memorable. La lucha contra la enfermedad no necesita de espectáculo. Ni de morbo. No se necesita meter una cámara en una Unidad de Cuidados Intensivos para dejar constancia del dramatismo de una pandemia, de una calamidad como la que vivimos.

Termino con mi experiencia personal. Hace ya tres años de mi historia. Estuve al borde del camino. Pero salí. Tuve que aprender muchas cosas. Desde aprender a respirar por mí mismo, a mover mis brazos y mis pies. Tuve que reaprender a andar y todavía hoy arrastro secuelas de todo aquello. Pero, lo más importante de todo, salí. Y como yo entonces, otros también saldrán. Saldremos todos. Mantengamos la esperanza y nuestra férrea voluntad por salir adelante. Eutsi gogor!

* Miembro del EBB de EAJ-PNV