ESPERAMOS como a Godot, cuya presencia se aguarda como el adviento. Esa quietud es la que, aparentemente, soportamos en la actividad política del Estado. Todo el mundo parece interesado en moverse, en salir del impasse y buscar nuevas oportunidades que permitan afrontar los desafíos que durante tiempo se han ido aparcando, uno tras otro, a la espera de un tiempo mejor; pero la sensación de bloqueo no hace albergar esperanzas de mudanza. Y estas se dan, aunque casi ni las apreciemos por la levedad de su impacto. Por ejemplo, el discurso del jefe del Estado, pese a ser programado en 30 emisoras de televisión, sigue perdiendo audiencia y en esta edición y en relación al pasado año más de 400.000 telespectadores de todo el Estado han preferido no escuchar la soflama regia. ¿Será porque su papel de "árbitro" está seriamente comprometido y comienza a perder confianza? Ni que decir tiene que el discurso del Borbón fue menos seguido en las comunidades vasca y catalana. Cualquiera habría acertado de antemano que tal cosa ocurriría. Y es que para muchos vascos y catalanes la corona es una institución irrelevante y prescindible.

Por lo demás, ahora toca observar qué dice la Abogacía del Estado en relación a la sentencia del Tribunal de Justicia Europeo en torno a la inmunidad de Oriol Junqueras como eurodiputado electo. Una decisión que nos reconcilia con la Justicia -con mayúsculas- y que, nuevamente, nos presenta a Europa como la garantía de los derechos democráticos. Una Europa que no es como la que muchos quisiéramos pero que es el único refugio en el que nuestras aspiraciones comunitarias e individuales tienen acogida.

Pero, diga lo que diga la Abogacía del Estado, el Tribunal Supremo español -mucho me temo -no se bajará del burro e interpretará la consulta "prejudicial" primando la capacitación competencial del sistema jurisdiccional español para soslayar las cuestiones básicas que el auto de la corte europea ha dictaminado. Volveremos al bucle de una justicia politizada que, lejos de adecuarse al modelo de los principales países de nuestro entorno, continúa trufada de intereses ideológicos y que no reacciona pese a los continuos varapalos internacionales.

En el fondo subyace un problema que no es exclusivo de la administración de justicia. Por debajo de la dermis de este comportamiento se encuentra un sentimiento autárquico incapaz de admitir el principio de cesión de soberanía a un proyecto común llamado Europa. Hablamos hoy de los euroescépticos británicos del Brexit, pero en España permanece ese gen antieuropeo que, de vez en cuando, como ahora con la sentencia del caso Junqueras, sale a la luz de manera nítida.

Superado el gesto de la Abogacía del Estado, llegará el momento de la investidura. También esto lo hemos visto, aunque confiamos en que el resultado de la misma sea distinto a lo observado hasta ahora.

Por un lado, porque esperamos que la inteligencia política prime sobre la pasión y permita abrir puertas a los contenciosos que dificultan nuestra convivencia. Y, también, para romper ya el maleficio de una crisis permanente, de un empate infinito que amenaza con gangrenar el sistema democrático, fomentando aún más la amenaza de una populista derecha extrema alimentada por la incapacidad de los gobernantes y por la indignación de mucha gente que comienza a votar más con las tripas que con la cabeza. Para desatascar este nudo gordiano hace falta que Esquerra Republica de Catalunya se arme de coraje y se eche a la espalda la responsabilidad histórica de -sin renunciar un ápice a su ideario y bagaje soberanista- desbrozar un camino que permita el tránsito democrático. Sin camino ni diálogo no hay solución y ese principio parece asumido por los republicanos catalanes que, gestos a un lado, parecen haber optado por dar continuidad a su reconocida trayectoria de partido comprometido con la libertad y con Catalunya.

Por el otro lado, Pedro Sánchez deberá haber aprendido la lección e interiorizado que los compromisos se cumplen, que la investidura es pan para hoy y hambre para mañana si tras ella se olvidan los acuerdos alcanzados y se intenta dirigir el rumbo abandonando la mayoría que permitió su elección. Porque lo que está en juego es mucho más que un acceso a La Moncloa o la configuración de una mayoría reformista. Es poder abordar de una manera efectiva, seria y duradera, la construcción de un verdadero Estado plurinacional en el que se reconozca sin traumas ni complejos la identidad nacional de Euskadi y Catalunya. Algo que muchos políticos y opinadores españoles cuestionan como "alta traición" pero que el partido socialista catalán viene invocando y defendiendo como hecho natural.

Todo parece un déjà vu. Hasta las declaraciones de un ex alto mando del ejército (el general retirado Fulgencio Coll) haciendo un llamamiento a "los poderes del Estado" para que impidan la investidura como presidente de Pedro Sánchez si esta llega tras un acuerdo con ERC y para que estudien su procesamiento al considerarlo "un problema para la seguridad nacional al poner impunemente en peligro la legitimidad institucional del Estado y negociar una reforma del Estado de contenido y alcance desconocidos para quebrar el orden constitucional". Nada que no hayamos visto ya, pero que remarca ese sentimiento centrípeto de españolidad antes remarcado. Una amenaza de involución que siempre ha estado ahí y que creíamos desaparecida en nuestro entorno europeo.

Viniendo a casa, a Euskadi, el panorama tampoco presenta alteraciones. Aunque en el próximo ejercicio toque celebrar elecciones autonómicas. La aprobación del presupuesto, con la sorprendente y reconocible aportación de Elkarrekin Podemos, dota al mapa vasco de un colchón de estabilidad que, en buena lid, permitirá a Urkullu agotar la legislatura sin sobresaltos. Y quien dice "agotar" interpreta que los plazos para que los comicios autonómicos se desarrollen se inscriben en los márgenes de la más absoluta normalidad.

Sean cuando fueren las elecciones, todas las formaciones políticas vascas se preparan ya para este acontecimiento. El PNV iniciará en breve su largo y prolijo proceso de determinación de candidaturas, con su doble consulta a las bases previa a sus asambleas determinantes. Además, el partido jeltzale abordará este próximo ejercicio su habitual Asamblea General, que en este caso coincidirá con la efeméride del 125 aniversario de la fundación del partido. El evento llega en una coyuntura en la que el nacionalismo vasco democrático evidencia una salud envidiable. Tanto interna como externamente su liderazgo se ha revalidado y fortalecido notablemente en el último ejercicio. Un momento propicio para fijar nuevos desafíos y, si así lo estimase la militancia, abordar transiciones en su estructura representativa. Nada nuevo tampoco, ya que el PNV acostumbra a la regeneración de sus cuadros con habitual periodicidad.

Ese momento dulce del nacionalismo vasco ha sufrido recientemente el contratiempo de la sentencia judicial del denominado caso Miñano, en el que han sido condenadas a duras penas una serie de personas vinculadas al partido mayoritario del país. El PNV no se ha ocultado ante el fallo judicial, ni ha echado balones fuera a la hora de condenar la corrupción. Pese a ello, pese a que el pronunciamiento judicial le deja fuera de cualquier vinculación orgánica con los comportamientos castigados, el hostigamiento de determinados partidos y editorialistas hacia el PNV no se ha detenido. Unos, que esperaban "algo más" de la sentencia, se lamentan tanto de la baraka -suerte- del PNV al quedar indemne del procedimiento como de la escasa repercusión social que parece haber despertado la sentencia. Otros insisten en su intención de vincular a los de Sabin Etxea con una práctica sistémica de corrupción y clientelismo. Esperan que ese desgaste, esa campaña de desprestigio por ellos iniciada, les rente en votos y menoscabe en el electorado vasco la percepción social de los nacionalistas. Pero esa intencionalidad y acoso ya lo hemos vivido anteriormente. Nada nuevo, por lo tanto, salvo la confluencia de intereses que ha unido a Larraitz Ugarte con Iñaki Oyarzábal. Nihil novum sub sole.