DOS visiones opuestas, dos caracteres casi antagónicos y dos propuestas diferentes se enfrentan en las elecciones del Reino Unido. Boris Johnson y Jeremy Corbyn son los contendientes que marcarán el futuro político del país. En la mente de todos y cada uno de los británicos está el Brexit: el desafío que más ha dividido a la ciudadanía desde que Enrique VIII rompió con el poder de la Iglesia católica de Roma. El cisma británico depende en gran medida de quién resulte ganador.

A diferencia de otros tiempos en los que los votantes se mostraron identificados con sus líderes: fuese Winston Churchill, Clement Attlee o Margaret Thatcher, esta vez ni Johnson ni Corbyn levantan el entusiasmo de sus seguidores. Los dos son vistos con recelo dentro sus propios partidos y la estima de los ciudadanos por ellos es más bien escasa.

Boris Johnson, favorito según las encuestas, es un político sagaz con tendencia a la bufonería. Sus mentiras le hacen poco fiable y su verbo es demasiado atronador. Entra en todos los sitios como elefante en cacharrería y sus buenas relaciones con Donald Trump dejan a una gran parte del electorado conservador preguntándose si no hay un modelo más presentable que el del mandatario estadounidense.

Jeremy Corbyn tampoco suscita el frenesí de los suyos. Su imagen política austera y carente del carisma de su compañero de partido, Tony Blair, recuerda al laborismo de épocas pasadas. Su calculada falta de compromiso sobre el Brexit y las acusaciones de algunos poderosos medios de comunicación de no haber sabido cortar el antisemitismo en su partido dejan a Corbyn en una posición un tanto desvalida.

El resultado de las elecciones pueden ser el más decisivo en la historia de estos últimos años en el Reino Unido. Si ganan los conservadores con una cómoda mayoría, el Brexit se consolidará y, tal como establece el acuerdo negociado por Johnson con la Unión Europea, los británicos dirán adiós al continente, es decir, a Europa. A partir de ahí, todos sabremos a qué atenernos y el culebrón del Brexit desaparecerá entre la niebla como una mala pesadilla.

Si, por el contrario, se mantiene la situación actual, en la que ninguna fuerza política alcanza la mayoría, no sería de descartar una alianza entre el Partido Laborista, los Liberal Demócratas y el Scotish National Party (SNP). El primer ministro sería Jeremy Corbyn. Este pacto político supondría la celebración de dos nuevos referéndums. Uno para que la ciudadanía decida nuevamente sobre si quieren abandonar o no la Unión Europea. Desde todos los ámbitos políticos, buena parte del país se muestra contrario a esta votación. El otro referéndum se celebraría en Escocia con el fin de que los votos resuelvan a favor o en contra de la independencia del Reino Unido. Corbyn, partidario de que Escocia permanezca dentro de la unión con Inglaterra, Gales y el Norte de Irlanda, no se opone a la consulta.

Lo que se propone el líder laborista es eliminar los fundamentos de la revolución privatizadora comenzada por Thatcher y seguida por todos los demás que la sucedieron. La nacionalización de los servicios del agua, gas, electricidad, ferrocarril y correos es música para los oídos de una gran parte de la ciudadanía que vive en los umbrales de la pobreza en un país donde las diferencias económicas y sociales no han parado de crecer. Sobre el Brexit, Corbyn se declara neutral, sabe que muchos de los viejos laboristas no están a favor de “la Europa de los mercados”, pero aún así se ha comprometido con la celebración del referéndum.

Johnson promete reducir la inmigración y ha puesto gran énfasis en negar el racismo que muchos de sus compatriotas le atribuyen. Su programa es muy similar al de Theresa May; sin embargo, su persona es menos convincente. En su reciente y televisada confrontación con el líder laborista, los sondeos de YouGov le han dado como ganador por un margen de 52% frente al 48% de Jeremy Corbyn. Puede que no sea suficiente para ganar la mayoría de los 650 escaños en juego. Además, hay un peligro que puede ser insalvable en el último momento. Y es que 18 de estos escaños se juegan en Irlanda del Norte. Diez de ellos pertenecen al conservador Partido Democrático Unionista, probritánico y fundamental representante de la comunidad protestante. Johnson no se lleva bien con los norirlandeses, que han rechazado los acuerdos del ahora primer ministro con Bruselas. Si la intransigencia del DUP (demócratas unionistas) sigue adelante, los quebraderos de cabeza del actual primer ministro pueden aumentar considerablemente. Nadie parece poder despejar este confuso panorama.

La City de Londres tampoco lo tiene muy claro. Su aliado natural es, sin duda, Boris Johnson. Corbyn queda muy lejos de la idiosincrasia laborista que cultivaron con no poco éxito, primero Blair, y luego Gordon Brown. El actual jefe laborista es de la vieja guardia y ya ha prometido subir los impuestos a las clases más altas.

Una victoria holgada de los conservadores facilitaría el camino para una separación consensuada con Bruselas. La reducción de la incertidumbre política podría mejorar las perspectivas económicas del país, pero para ello es necesario que las complejas negociaciones vayan por buen camino y Johnson y sus amigos más cercanos han dado ya más de una prueba de un antieuropeísmo furibundo. Todo ello tampoco tranquiliza al mundo del dinero.

Por otra parte, el gobierno laborista ha prometido en su programa aumentar el gasto público hasta niveles no vistos desde los años 70 del pasado siglo. Además, es previsible que lo cumplan. El aumento del gasto público podría poner en marcha estímulos muy importantes en algunas regiones del norte de Inglaterra y de Galés, siempre relegadas por la voracidad financiera de Londres.

Será la pulsión del Brexit otra vez quien decida el ganador. El Reino Unido, tan notorio por líderes que hicieron historia, no parece ahora en su mejor momento con dos candidatos que poco o nada encandilan.