LAS tardes de verano son proclives a contemplar, semiamodorrado, películas descatalogadas que las televisiones programan por su nulo coste a la espera de esa audiencia residual y gratuita que ocupa su tiempo con ejercicios tan intelectuales y creativos como espantar las moscas que impiden dejarse vencer por la siesta. Así fui telespectador rendido de una vieja peli en la que los vaqueros se defendían valerosos del furibundo ataque de unos indios malos malísimos que asediaban un rancho como salvajes bestias exentas de humanidad.

La gran mayoría de los filmes del Oeste americano trasladaron a la pantalla los estereotipos de quienes ganaron el combate desigual establecido entre la población nativa desplazada y los colonos que extendían su conquista a lo largo y ancho del continente norte. Por eso la imagen que se nos vendió presentaba a unos “pieles roja” exóticos, crueles. Insaciables de venganza. Rudos guerreros capaces de infligir tormentos horribles a inocentes mujeres y niños a quienes terminaban cortándoles las cabelleras,

Pero como todo relato de parte, la verdad es una víctima propiciatoria más. Huyendo de los tópicos, y aprovechando el tiempo libre, buceé un poco en la historia de un líder sioux que hizo sucumbir al poder militar de la Unión y que engañado por los burócratas viajó hasta Washington y Nueva York reclamando justicia. Una lucha incomprendida y silenciada que para la mayoría de la opinión pública no fue, tan siquiera, relatada.

El nombre de aquel líder carismático era Mahpiua Luta o, como se le conoció en occidente, Nube roja. Vino al mundo el 20 se septiembre de 1821, el día en el que los habitantes de un poblado sioux de Nebraska contemplaron un extraño fenómeno en el cielo. Un meteorito dejó una brillante estela de luz. Tal señal sirvió para denominar a aquel bebé indígena, quien pasado el tiempo se convertiría en un líder capaz de infligir una rotunda derrota militar a una de las naciones modernas más florecientes de la tierra, pero también un hombre capaz de conmover con sus palabras incluso a sus enemigos.

Nube Roja fue capaz de unir a las diferentes tribus frente al enemigo exterior. Su visión estratégica del conflicto, su pragmatismo y voluntad de alcanzar una convivencia desde el respeto de cada cual le hicieron un personaje digno de reseña en este mundo estereotipado.

La convivencia entre la población indígena y el hombre blanco no fue siempre cruenta. La extensión de la masa colonizadora de los territorios tradicionales de las tribus indias a menudo generó un punto de conflicto. Pero el descubrimiento de oro en Montana y el masivo flujo de colonos en la búsqueda del preciado metal fue el detonante de una guerra en la que los sioux lakota defendían sus terrenos ancestrales de caza y de reserva natural.

Nube Roja, jefe de los lakota -una de las siete tribus de la gran nación sioux- consiguió una alianza inédita con los cheyennes del norte y los arapahoes para enfrentarse a las tropas de los Estados Unidos en los territorios de Wyoming y Montana. La guerra transcurrió entre 1866 y 1868. Derrotado por las fuerzas nativas, el gobierno norteamericano, incapaz de imponerse tan siquiera por la fuerza, en la que derrochaba una superioridad notable, se vio obligado a firmar una capitulación. Fue el tratado de paz de Fort Laramie (1868), según el cual los pueblos indígenas ganaron el control reconocido del territorio del río Powder.

Pero el supuesto pacto no fue sino una estratagema, utilizada por el gobierno norteamericano para ganar tiempo frente a los pobladores originales de aquellas llanuras.

En 1876, y ante el cariz de los acontecimientos, y como intento inédito para evitar un nuevo derramamiento de sangre, el jefe Nube Roja se desplazaba hasta Washington para reclamar al gobierno estadounidense que permitiera a los sioux permanecer en las pocas tierras que todavía podían llamar suyas. Pero su visita a la capital estadounidense resultó frustrante. Había estado en la Casa Blanca y conversado brevemente con el presidente Ulysses S. Grant -al que los indios llamaban el Gran Padre- . Grant no supo entender lo excepcional de la reunión y terminó ofendiendo a Nube Roja al ofrecerle veinticinco mil dólares a cambio de que aceptase llevar a los suyos a una pequeña reserva. Pero la ofensa fue aún mayor al descubrir el líder sioux el verdadero contenido del tratado de Fort Laramie, el documento que Nube Roja firmó en las praderas con los representantes blancos para terminar la guerra. Teóricamente aquel acuerdo representaba una victoria para los indios. Pero cuando en Washington leyeron literalmente lo que de verdad estaba escrito en el tratado, el legendario jefe no lo pudo creer.

Hablando con el secretario de Interior, descubrió con disgusto que el papel firmado en Fort Laramie incluía una cláusula en la que aceptaba llevar a los suyos a una reserva. Sintiéndose engañado, el jefe sioux se marchó de la reunión asegurando que jamás había oído hablar de aquella cláusula, negándose a someterse a la misma. Washington nada hizo por resolver el entuerto e ignoró las consecuencias del desencuentro.

Desencantado con la frialdad de los gobernantes estadounidenses, Nube Roja deseaba regresar a su poblado para descansar. Pero antes había aceptado una invitación para hablar en Nueva York. Un jefe indio en la gran manzana, reclamando justicia.

Mahpiua Luta, un hombre de piel cobriza y cincuenta y cinco años de vida en la llanura, lanzó un grito de socorro en el prestigioso colegio universitario neoyorquino de Cooper Union.

Con su impresionante y exótica estampa, inmóvil ante un expectante público, Nube Roja se comunicó con los presentes mediante un intérprete. “Hermanos y amigos míos que hoy estáis ante mí: Dios todopoderoso nos creó a todos. El Buen Espíritu nos creó a ambas razas. A vosotros os dio tierras. A nosotros nos dio tierras. Vinísteis a nuestras tierras y os respetamos como a hermanos. Dios todopoderoso os creó, pero os hizo blancos y os dio ropas con las que vestiros. Cuando nos creó a nosotros, nos hizo con la piel roja y también nos hizo pobres. Cuando llegásteis por primera vez, nosotros éramos muchos y vosotros érais pocos. Pero ahora vosotros sois muchos y nosotros somos cada vez menos”. ”Somos buena gente. Aquí os dicen que somos unos ladrones, y esto es falso. Os hemos dado casi todas nuestras tierras. No tenemos nada más que entregaros. Nos han encerrado en una franja de tierra diminuta. Y queremos que vosotros, como mis queridos amigos que sois, nos ayudéis frente al gobierno de los Estados Unidos”.

Nube Roja interpretaba en este discurso la última oportunidad de alcanzar una solución pacífica tras la respuesta del presidente Grant.

El Gran Padre me hizo comprender que los intérpretes me habían engañado. Todo lo que quiero ahora es que se haga lo correcto. Todo lo que quiero es justicia. Estoy aquí en nombre de la Nación Sioux. Ellos se regirán por lo que yo diga y por lo que yo represento. Miradme. Soy pobre y no tengo buenas ropas. Pero soy el jefe de una nación. No son riquezas lo que pedimos. Queremos poder educar y criar a nuestros niños como es debido. Buscamos vuestra simpatía. Las riquezas no nos harán bien, y no podemos llevar al otro mundo nada de los bienes que podamos tener. Lo que queremos tener es amor y paz”.

Nube Roja se volvió a su poblado habiendo cosechado una sonora ovación. Pero nada más. En 1876, tras siete años de precario alto el fuego y constantes transgresiones estadounidenses, los sioux -liderados por guerreros de la siguiente generación- volvieron a rebelarse ante la invasión blanca. Pronto se sumaron sus antiguos aliados cheyennes. Estallaba la Gran Guerra comandada por Toro sentado y Caballo loco. Ahora ellos eran los grandes jefes.

Nube Roja no participó en un enfrentamiento armado donde los indígenas perdieron lo que con él habían ganado. Pese a victorias tan sonadas como la batalla de Little Big Horn.

Tras la debacle, el pueblo sioux vio como la reserva en la que vivía se reducía a una minúscula fracción de lo que había sido su Gran Nación. Condenados a territorios escasos, dispersos y poco fértiles.

Nube Roja, el único jefe indio que ganó una guerra a los Estados Unidos de América, murió en 1909 poco antes de cumplir los ochenta años. Fue enterrado en el cementerio de Pine Ridge, bajo una losa blanca presidida por una cruz cristiana. Aún hoy su tumba es un lugar de peregrinación donde se dejan banderas o pequeñas piedras de recuerdo. De él solo queda la leyenda y el apellido legal de sus descendientes directos: Red Cloud.

Espero que la próxima vez que veamos una peli de vaqueros, tengamos en cuenta esta historia silenciada.