NOS hemos acostumbrado a asistir indiferentes a que la vida de millones de personas se arruine en conflictos que son alimentados desde nuestro entorno geopolítico y cuyos enormes beneficios propician la dilatación de la destrucción. Con el avance tecnológico han aumentado exponencialmente los réditos y la capacidad de destrucción: algunas bombas, made in Europe, llegan a pesar miles de kilos, y algunos misiles, con la misma D.O., cuestan por unidad cerca de un millón de euros. De ahí que resulte escandalosa la pretensión de la Unión Europea de presentarse como un agente de paz en el mundo cuando guerras como las de Libia y Yemen no serían posibles sin la intervención de algunos países miembros de la Unión.

Precisamente, una reciente decisión de la Corte británica de Apelación ha impuesto una suspensión parcial de venta de armas y licencias al gobierno de su majestad, que no ha podido o querido acreditar que el uso de armamento británico no haya provocado numerosos daños entre la población civil. Aunque cabe una última apelación, los recursos judiciales promovidos desde una pequeña ONG podrían servir para aliviar la carnicería que padece la población yemení masacrada desde el aire por fuerzas de la coalición que dirige Arabia Saudí.

Un artículo de Arron Merat, publicado recientemente en The Guardian, expone con pelos y señales la implicación británica en la espantosa guerra que padece la población en Yemen, donde han muerto decenas de miles de personas, centenares de miles han sido heridas y millones forzadas a desplazarse. El país árabe más pobre lleva cuatro años padeciendo continuos estragos como consecuencia de una guerra que depende casi en su totalidad del apoyo británico, dado que tanto las armas, los aviones y drones, su mantenimiento o el entrenamiento de los pilotos depende casi íntegramente del apoyo civil y militar británico a la coalición liderada por Arabia Saudí. La misma -en la que colaboran también Emiratos Árabes Unidos, Bahrein y Kuwait- ha bombardeado, según documentación de la ONU, hospitales y escuelas, bodas y funerales e incluso campos de refugiados. Para eximir cualquier responsabilidad por esos crímenes, el príncipe Salman, jefe de gobierno saudí, proclamó una amnistía. Pero aunque la fijación de objetivos corresponde a los saudíes, la guerra aérea sería imposible sin el apoyo de los más de seis mil colaboradores británicos desplazados a bases saudíes o los cerca del centenar de miembros de la RAF que, como oficiales de enlace, se ocupan de gestionar la guerra-negocio.

El eje de la colaboración británica pivota sobre la mayor compañía británica de armamento, segunda del mundo en importancia: BAE Systems, quien proporciona la mayoría de las armas y explosivos y al personal capaz del mantenimiento y de hacer operativo el armamento, demasiado sofisticado para ser operado por tropas autóctonas. La guerra de Yemen supone un negocio gigantesco para el Reino Unido, al que proporciona anualmente cerca de medio billón de libras en contratos y licencias. Una cantidad que ha ido aumentando desde que en 2016 países como Austria, Bélgica, Alemania, Finlandia, Países Bajos, Noruega, Suecia o Suiza decidieran suspender la venta de armas a Arabia Saudí, que sigue contando con el apoyo de Estados Unidos o España.

La industria de la guerra emplea en Reino Unido a varios centenares de miles de trabajadores repartidos entre una veintena de grandes empresas, y los dos candidatos a liderar el Partido Conservador son, casualmente, los dos secretarios de Exteriores responsables de la venta de licencias y del apoyo logístico a Arabia Saudí. Tanto Boris Johnson como Jeremy Hunt, que compiten por reemplazar a Theresa May, son los máximos responsables políticos en prolongar una guerra atroz que está diezmando a la población, en particular a niños y ancianos. Johnson no suele recordar a sus audiencias esa responsabilidad, aunque con frecuencia imparte conferencias a cambio de honorarios de alrededor de ciento cincuenta mil libras. El pago de cantidades desorbitadas por conferencias que habitualmente no van más allá de una hora de reloj se ha convertido en una formula de corrupción política legalizada. Una suerte de pago de favores en diferido en el que destacan personajes como los Clinton, cuyas tarifas, en el caso del expresidente, han llegado a los setecientos mil dólares por 40 minutos. Un medio por el que la plutocracia agradece los favores recibidos y premia a sus benefactores políticos. Además de para enriquecerles, los pagos por conferencia se han utilizado para controlar al Partido Demócrata a través de la Fundación Clinton; y en el caso de Obama para que Wall Street le recompense por sus gobiernos.

Las oleadas de refugiados que Europa no quiere acoger, o que quiere deportar, son también consecuencia de guerras, o de relaciones coloniales sobre las que Europa trata de pasar de puntillas. Incluso si la emigración sin papeles ocurrió hace más de medio siglo, siempre hay políticos dispuestos, como Theresa May cuando era ministra de Interior, a impulsar una campaña de deportación, en ese caso, de emigrantes caribeños que llevaban décadas asentados en Gran Bretaña. La falta de escrúpulos humanitarios se ha convertido en una cualidad para obtener promociones políticas. Y así como May fue elevada a primera ministra, o Barroso, el anfitrión de las Azores, a presidente de la Comisión Europea, Johnson o Hunt aspiran ahora a una promoción por sus servicios. Como Salvini también aspira a la suya y otros a la impunidad con la que vienen contando Cameron o Sarkozy a pesar de haber convertido a Libia en un Estado fallido.

Los medios que jalean las intervenciones, aduciendo motivos humanitarios o democráticos acostumbran a ignorar las consecuencias de las guerras. Cuando aumenta el eco de las voces que proponen la configuración de un ejercito europeo, debiéramos ser conscientes de los desastres humanitarios que conlleva alimentar políticas armamentísticas. El Mediterráneo es una metáfora lapidaria del descontrol al que conducen unas políticas exteriores al servicio de intereses de grandes consorcios que tienen en la guerra su fuente de beneficios.

La privatización del ejército a través de la sustitución de miembros de las fuerzas armadas por asalariados de empresas privadas, llevada a cabo por EE.UU. para mantener la ocupación de Irak y Afganistán y repartir beneficios, se ha reproducido a menor escala en la guerra de Yemen. La campaña internacional de asesinatos desde drones que lleva a cabo EE.UU. en su lucha “antiterrorista”, ahora se desarrolla en Yemen a través del know-how británico. Los saudíes eligen las víctimas y los expertos británicos hacen operativos los asesinatos. Esto está ocurriendo ante los ojos de la ciudadanía europea y el desinterés de sus instituciones, como si las atrocidades que hacen posibles algunos de sus estados miembros no tuvieran que ver con un nosotros europeo.