ME pareció un amigo. Enio Morricone, sentado en una silla y con la batuta en la mano, era el mago cercano. El artista que nos había llevado de la mano, cuando éramos niños, a nuestras primeras citas con el cine. En el Teatro Guridi de Barakaldo conocí a un joven huraño con ojos azules que hacia guiños al sol y vestía un poncho. Salí con la música en mi cabeza. Volví a ver al mismo actor, Clint Eastwood, y regresé a casa intentando repetir un silbido. Luego vi otra, y otra, y otra más. Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio, El bueno, el malo y el feo?. ¿Me gustaban las películas de vaqueros? No, era la banda sonora, que me había atrapado para ser protagonista de un mundo que yo creía exclusivo de los actores. Después comprendí que Cinema Paradiso no hubiera sido la misma sin la melancolía de las cuerdas, los violines que evocaban el pasado, el recuerdo que encadenaba la historia; ni Los intocables de Eliot Ness, sin la intensidad, la emotividad extraña dentro de la crueldad en aquel ritmo fuerte. O la prodigiosa mirada de Marcelo Mastroniani -su última película, sabiendo que era la última- envuelta en el fado de Dulce Pontes, ese sutil golpe de efecto que Morricone logra en Sostiene Pereria. Tampoco fueron para olvidar los ojos, llenos de lágrimas y seguridad, de Jeremy Irons mientras la música de La misión nos llenaba el corazón de grandeza en un instante sublime. Y así más de 200 bandas sonoras. Siempre los espectadores quedábamos atrapados en una atípica melodía que no se iba de nuestro pensamiento, como una constante que nos acompañaba hasta el sueño. Fue un placer asistir a su último concierto en el BEC. Enio Morricone, después de 70 millones de discos vendidos, se despide con más de 90 años.

Al fin, la vida es música, no siempre genial, una banda sonora que nos rodea insistente para no olvidar el rastro de su presencia. En estos días de campaña electoral, nuestros oídos mezclan los himnos de los partidos, más o menos grandiosos. El primer movimiento nos lleva al líder que sube al estrado, conoces su cara, su sonrisa brillante, aunque le duelan las mandíbulas de tanto sonreír. Subirá con los brazos en alto, sintiéndose ganador. Dirá lo mismo de siempre, un repetido mitin con iguales palabras, alabanzas al triunfo y, por supuesto, los mismos insultos a los partidos contrarios. No hay nada nuevo.

Son bandas sonoras iguales con corta diferencia. El líder del partido subirá igual al estrado, iguales notas, va a decir lo mismo. Va a anunciar que nunca pasará de su ideario, que su nunca es nunca. Un nunca que puede cambiar según las ofertas de los pactos, según las circunstancias. Siempre, para el bien común y sin sonrojo, el nunca se cambia por el es necesario. Nunca pasa nada. Las palabras se las lleva el aire, aunque las bandas sonoras quedan martilleando a los asistentes con su monótono repiqueteo. Todos van a gritar, todos van a jalear al líder del estrado. Saben lo que les va a decir y les gusta ese catecismo, nunca aprendido más que la primera página, porque es suficiente. Lo importante es el barullo, la algarabía, esa borrachera colectiva que enardece con histerismo. Al fin, como decía Charles Pasqua, “las promesas de los políticos solo comprometen a quienes escuchan”.

Hace unos días, un vecino de Zeanuri llegó a Bilbao a una de las muchas concentraciones electorales. Gritó, aplaudió, se emocionó y, cuando salió del mitin, se dio cuenta de que se había equivocado. No fue al de su partido. Estuvo en el contrario, en las últimas filas, sin ver las caras de los candidatos. Pero lo que oyó le gustó. Era lo que él creía y estaba dispuesto a defender. Le sorprendió no encontrar a ninguno de su cuadrilla, pero había tanta gente? Cuando se reunieron en la calle Ledesma, lugar de encuentro por si se perdían, vio su equivocación y se calló aturdido y avergonzado. Al fin pudo seguir la conversación con naturalidad. Eran los mismos mensajes con distintos líderes.

Los resultados electorales no tienen nada que ver con usted o conmigo. Es posible que, cuando lleguen los pactos, esté gobernando su partido con el contrario al que usted escuchó confiado. En las elecciones lo único importante son los pactos. Las bandas sonoras se sustituyen. Y en esto se ha ido al más allá Rubalcaba, el gran señor de la política. Se ha ido con el silencio de muchas bandas sonoras a sus espaldas. Jamás insultaba, su oratoria era elegante, sin estridencia, ni gritos. Una oratoria de hermano mayor, de querido profesor en su última época universitaria,

Y, otra vez, a esperar qué música sonará más en los próximos meses. Como siempre, todos ganarán. Es la consigna. Pero, en el fondo del corazón, las espinas van clavándose con dolor. Una pena que no podemos disfrutar como Jo Cameron, una mujer británica que nunca siente dolor, ni tristeza, ni penas. Tiene una maravillosa mutación genética que continuamente le produce una especie de serotonina continua. Un equipo internacional de científicos ha estudiado su caso de felicidad. En 66 años nunca ha tenido ni un simple dolor de cabeza. El año pasado le tuvieron que poner una prótesis de cadera y no necesitó anestesia, ni un simple paracetamol. Su problema es que si se quema cocinando, no se entera hasta que huele a carne quemada, por eso -dice- tiene numerosas cicatrices por el cuerpo.

El Dr. Srivastava público un estudio en el British Journal of Anaesthesia, en el que explica cómo una célula humana controla la producción de FA-AH, una enzima que degrada la anandamida, un compuesto químico que permite la comunicación natural entre neuronas en el cerebro. Anandemida viene de una palabra en sánscrito que significa felicidad. Se considera un cannabinoide endógeno, porque sus efectos son similares a las de la planta de cannabis, la marihuana. Cameron heredó de sus padres dos mutaciones en la zona del genoma que tiene las instrucciones para eliminar la anandamida. No siente ningún dolor sino una abundante anandamida que le produce un estado de continua felicidad. “Soy ridículamente feliz -dice- y es molesto estar conmigo”. Por supuesto, los científicos están como locos buscando este elixir de continuo bienestar sin necesidad de tomar papelinas ni historias inoportunas en campañas electorales y en depresiones profundas.

Esta enorme suerte de Jo Cameron, que vive en las altas y bellas tierras de Escocia, permitiría que, en esta última semana de campaña, los lideres estuvieran eternamente felices, sin preocuparse, de la subida o bajada de sus votos, porque el subidón interior les daría la convicción de que si ganan, bien; y si no ganan, también.

Al final tendríamos que pedir a Enio Morricone que, antes de su retirada total, hiciera una banda sonora especial, un himno de la alegría con todas las músicas de campaña de cada partido porque, juntos y sin rencores, estarían dispuestos a gobernar el país en hermandad dichosa.

Hay que volver a la realidad, a trabajar cada uno como pueda. Tolkien decía en una de sus novelas que “el trabajo que nunca se empieza es el que tarda más en finalizarse”. Ahora, lo importante es querer ganar y saber perder con la mejor sonrisa que puedan lucir los lideres que nos representan. Y, por favor, que escuchen los consejos de un gran político inglés (dicen que dicen que la frase es de Churchill): “Un optimista ve oportunidades en toda calamidad. Un pesimista ve calamidades en toda oportunidad”.