MI incapacidad para entender las matemáticas tuvo como consecuencia lógica (qué contrasentido) que volcara los estudios hacia las humanidades. Aquello de los logaritmos neperianos y que ‘n’ tendía a infinito no me entraba en la cabeza, así que a las lenguas muertas -latín y griego- añadí Historia del Arte. Tenía cierta querencia por la historia, la literatura e incluso la filosofía. El problema es que aquello de hincar codos no era mi fuerte. Todo para el último día o para el último minuto. El arte me entró bien. La pintura, la escultura, la arquitectura? Todo lo visual que no necesitara de interpretaciones cuánticas lo asimilaba fácil. Me encantaba el Renacimiento. El “uomo universale”. Fra Angelico, Miguel Ángel, Rafael, Filipo Lippi? Leonardo. Todo iba como la seda. Llegamos al Barroco y aquello me encantó. Hasta que se cruzó en el camino la imaginería religiosa. En filosofía me pasó lo mismo. Todo como un tiro hasta que le tocó el turno a Kant y la razón pura se me atragantó.

En Historia del Arte fue otro el factor de atasco. Abordado el Barroco, entre Velázquez, Caravaggio, en escultura Bernini o las escuelas castellana o andaluza, me era suficiente. Pero al profesor de Arte, no. Al fraile en cuestión le encantaba la arquitectura y así hizo especial incidencia en una tendencia que a mí me parecía menor. Tan menor que ni tan siquiera me miré el nombre de su principal creador. Así que cuando de viva voz aquel docente citó el nombre y el apellido del autor como pregunta de examen, el listo de turno -o sea yo- lo adecuó a su imaginario. De tal guisa, empecé el texto de la prueba: “Josetxu Riguera fue un arquitecto exponente del Barroco?.”. Sí. Tal cual. “Josetxu”, como el del tebeo, Josechu el vasco. Ni que decir tiene que el artista de turno se llamaba José. Y que su apellido era Churriguera. Yo sincopé y vasquicé la identidad de quien promovió el estilo arquitectónico (recargado en las formas) bautizado como “Churrigueresco”. Mi ignorancia, al contrario que el saber, no ocupó lugar. Pero sí la chanza y el escarnio de un profesor que ridiculizó mi respuesta ante el auditorio completo del aula, que profirió una sonora carcajada al grito de “Josetxu, josetxu, josetxu es cojonudo?”.

Cuento todo esto para contextualizar mi sentimiento de perplejidad ante la destrucción de Notre Dame tras el incendio del pasado lunes. Mi sensación fue de incredulidad. Es una frivolidad, pero estoy seguro de que hubo gente que se sintió más afectada por el fuego en la catedral parisina que ante las imágenes cotidianas de cadáveres de migrantes que aparecen en las playas empujados por las aguas del Mediterráneo. Es la diferencia entre el arte y la miseria de una vida. Entre la belleza inanimada y la efímera existencia humana.

Por lo demás, Notre Dame era un símbolo. Un emblema del París originario y universal, de la Francia laica y pía a la vez. Del imaginario de nuestra historia de ciudadanos europeos. Situada en la emblemática isla sobre el Sena de la Cité, la catedral comenzó a construirse en el año 1163, si bien estudios etnográficos recientes han encontrado en las proximidades vestigios de una tribu gala coetánea con la pugna entre Vercingétorix y Julio César. Vamos, de los tiempos de Asterix y Obelix.

Notre Dame terminó de construirse hacia el año 1260, aunque cuentan las crónicas que sus obras no se dieron por concluidas hasta 1345. Originalmente románica, su estructura y fisonomía sufrió múltiples alteraciones. Del románico primitivo evolucionó al gótico temprano y fueron muchas sus remodelaciones; la última, a mediados del siglo XIX.

Durante sus ocho siglos de existencia, este templo, sede de la archidiócesis parisina, ha sufrido y sido testigo de los avatares de la historia. Durante la Revolución Francesa, la catedral se convirtió en almacén de alimentos; y con la entrada de las tropas aliadas tras la ocupación nazi, su imagen representó la liberación de Francia aunque algunos solo identificarán en ella la morada del Quasimodo de Víctor Hugo o a las gárgolas fantasmagóricas de su fachada.

Ocho siglos de civilización fueron consumidos en unas horas por el fuego. Metáfora hasta en la tragedia. Es fácil entender por qué los franceses se han impuesto el compromiso de la reconstrucción. Ahora bien, ¿reconstruir qué? ¿La iglesia original? ¿La última imagen reformada? ¿Un nuevo templo con diferente fisonomía? Un dilema que traerá controversia. En resumen, que la destrucción de Notre Dame nos debe hacer pensar que hasta lo que creíamos tremendamente sólido y perenne en el tiempo puede sucumbir en un momento creando un vacío en la vida de difícil recuperación. Que hasta lo más valioso se puede perder si no se cuida adecuadamente.

Sin llegar a la incompatibilidad con Kant o Churriguera, hay otro elemento de actualidad que comienza a resultarme insoportable y de difícil digestión; la estupidez de la crítica gratuita con la que el sindicato mayoritario de Euskadi se prodiga cuando se refiere al Gobierno vasco y, más señaladamente, al lehendakari.

La última comunicación de ELA en relación al Aberri Eguna retrata fielmente la imagen de una organización que por pura densidad se está convirtiendo en el gran agujero negro del país. Una fuerza representativa potente, muy potente, pero tremendamente opaca antimateria. Sus posiciones son tan radicalmente extremas que es irreconciliable con la realidad que interpretamos la mayoría de los mortales, pues vive en otra dimensión de espacio y tiempo. Más allá de las valoraciones ideológicas y de clase que el sindicato hace de la coyuntura actual, en su manifiesto hay dos menciones directas que merecen respuesta. Ambas señalan, tendenciosa y maledicentemente a “descorazonadoras actuaciones” del lehendakari Urkullu.

La primera hace referencia a la situación catalana y reprocha al presidente vasco su testificación en el juicio del procés. “Ha quedado claro -indica ELA- que, una vez se reveló vano su intento de mediación (con un Estado que niega a Cataluña el pan y la sal), decidió no hacerse solidario con el liderazgo político catalán y con la consulta. Su oposición a que un proceso similar (de activación social y confrontación democrática) tenga lugar en la CAPV le ha llevado a perder todo equilibrio, haciendo gala de una posición política alejada del sentir del universo aber-tzale respecto al procés. Un relato al servicio del statu quo”.

ELA sabe, aunque lo oculta, que el lehendakari compareció en el juicio a petición de parte, de las defensas de los políticos catalanes procesados. No fue al Tribunal Supremo porque quiso. Sino porque se le llamó en calidad de testigo con obligación de decir la verdad, cosa que hizo. ¿Debía haber mentido e inventarse alguna respuesta según se desprende del escrito sindical? ¿En qué contravino su declaración la posición de los acusados o de la situación judicial generada? En nada. De ahí el agradecimiento de sus defensas a sus aclaraciones, que fueron las justas y las precisas.

Segunda imputación impresentable. ELA señala que el pasado día 11 de marzo, Día Europeo en Memoria de las Víctimas del Terrorismo, el lehendakari “volvió a exigir un reconocimiento del daño injusto causado” y circunscribe tal reclamación en la “batalla del relato” que “no tiene más objeto que el de inhabilitar políticamente a la izquierda abertzale”. “Se apela -dice el principal sindicato de Euskadi- torticeramente a la ética para perpetuar un cuadro de alianzas concreto y una agenda netamente estatutista y neoliberal”. ¿Acaso los crímenes de ETA no fueron injustos? Que diga ELA lo contrario si así lo cree. Creo que la cita se contesta sola. De dar arcadas.

Pensaba que la reivindicación del Aberri Eguna debía servir para, por encima de las diferencias, sintonizar a quienes nos sentimos abertzales. Nunca para separar y debilitarnos. Pero, por lo visto, no todos piensan así, pues parecen anteponer su principio de “contrapoder” y “antisistema” a la vocación de fraguar una mayor conciencia nacional en este país. Mal comienzo del nuevo secretario general, Mitxel Lakuntza. La recia relación de años entre el principal sindicato del país y el partido mayoritario de Euskadi se resquebraja. La confianza, como Notre Dame, se quema. Las llamas avanzan sin cesar. Y aquí no hay bomberos que detengan la hoguera. Un símbolo parece sucumbir.