EN 1974, Herbert Marcuse afirmó que el Movimiento de Liberación de las Mujeres era “el movimiento político más importante y potencialmente el más radical que tenemos” debido a su doble tarea: por un lado, la plena igualdad social, económica y cultural; por otro lado, algo aún más ambicioso e importante: la reestructuración de la sociedad de acuerdo con un principio de realidad diferente del que opera en el mundo capitalista, basado en características históricamente etiquetadas como femeninas.
La fecha de conmemoración del Día Internacional de la Mujer, mañana, día 8, me lleva a dedicar este espacio a dos mujeres, dos gigantes del pensamiento y de la lucha intelectual y política por los derechos de la mujer, que han contribuido de una manera fundamental a dar forma al debate actual: Sheyla Benhabib y Nancy Fraser, las dos vinculadas, en el pasado (Benhabib) o en el presente (Fraser), con la docencia y la investigación en la New School for Social Research de Nueva York, mi alma mater.
Sheyla Benhabib inserta su pensamiento feminista en la tradición socio-política cuyo punto de referencia puede remontarse a la constelación teórica de Hegel-Marx-Teoría Crítica. El feminismo de Nancy Fraser proviene de la Nueva Izquierda; su crítica de la política de la identidad y su trabajo filosófico sobre el concepto de justicia hace de ella una crítica acérrima del feminismo liberal contemporáneo por su abandono de los temas de justicia social.
Para Benhabib, el feminismo ha de hacer una apuesta firme por la racionalidad filosófica y por un ámbito normativo fundado en tal racionalidad; asimismo, es imprescindible proponer un horizonte ideal utópico de referencia más allá de toda injusticia. Si se prescinde de estos elementos -como hace el feminismo influido por el pensamiento posmoderno- no queda posibilidad alguna para la crítica feminista.
En estos momentos la tarea de la teoría feminista consiste en llevar a cabo un análisis que explique y diagnostique la opresión de las mujeres y, simultáneamente, formule una crítica de las normas y valores actuales a través de una propuesta utópica que identifique y exprese la situación deseable de superación de la opresión histórica, social y cultural de las mujeres.
En palabras de Benhabib, “el dominador también muestra dominio sobre sus propios sentimientos y emociones, y la dominación sobre el otro significa también la dominación sobre la alteridad interna”. Como Adorno y Horkheimer argumentaron brillantemente en la Dialéctica de la Ilustración, en la filosofía occidental la razón se entiende como razón instrumental, que en las conocidas palabras de Descartes pretende convertirnos en “maestros y poseedores de la Naturaleza”, un instrumento para la dominación social de los demás. Y la mujer siempre se representa en esa tradición como parte del orden de la naturaleza que necesita ser dominado y subyugado.
Benhabib mantiene que la crítica política feminista tiene su fundamento en la teoría crítica de la sociedad. Ahora bien, una teoría crítica habrá de promover alternativas y vincular la crítica a la normatividad y a la utopía. El cambio imprescindible de un mundo opresivo como el que vivimos podrá alcanzarse con la transformación de la dimensión normativa.
La crítica va unida a la necesidad de articular norma y utopía, sin presuponer un punto de vista privilegiado sobre la totalidad social, sino aceptando las necesidades y solidaridades que apunten los nuevos movimientos sociales que luchan por la justicia. Así pues, la nueva universalidad que se busca no es abordada desde una única particularidad, sino desde las diferencias y la afirmación del pluralismo.
“La que está en la posición de dominada es consciente de la perspectiva del dominador: es consciente de sí misma en cuanto que vista por el otro. Es esta doble conciencia lo que debemos aprender a entender. Debemos aprender a vernos mutuamente”. Como humanos, somos unos con los otros, igualmente merecedores de respeto y dignidad; pero también somos diferentes unos de otros debido a nuestras historias psicológicas concretas, habilidades, características raciales y de género, etc.
La ética y la política tratan de negociar esta identidad-en-diferencia en todos los niveles sociales. “Vivimos en una sociedad post-sexista solo en el sentido de que todos somos generalizados a los ojos de la ley; pero aprendemos dolorosamente que la historia de la discriminación, la dominación y las luchas de poder entre los otros concretos prevalecen sobre el punto de vista del otro generalizado”.
Nancy Fraser es conocida por su trabajo sobre las concepciones filosóficas de la justicia en la tradición de pensadoras feministas como Martha Fineman. Fraser argumenta que la justicia puede entenderse de dos maneras distintas pero interrelacionadas: la justicia distributiva (en términos de una distribución más equitativa de los recursos) y la justicia del reconocimiento (de las diferentes identidades y grupos dentro de una sociedad). Hay dos formas correspondientes de injusticia: mala distribución y falta de reconocimiento.
Fraser observa que muchos movimientos de justicia social en los años 1960 y 1970 abogaron por el reconocimiento sobre la base de raza, género, sexualidad o etnicidad, y que el enfoque en corregir el reconocimiento erróneo eclipsó la importancia de desafiar los problemas persistentes de la mala distribución. Y un enfoque demasiado amplio en la política de identidad distrae la atención de los efectos nocivos del capitalismo neoliberal y la creciente desigualdad de riqueza que caracteriza a muchas sociedades.
Fraser afirma: “Como feminista, siempre he asumido que luchando por emancipar a las mujeres estaba construyendo un mundo mejor, más igualitario, justo y libre. Pero últimamente comencé a preocuparme por eso? nuestra crítica del sexismo está suministrando la justificación de nuevas formas de desigualdad y explotación”.
Por ello, el feminismo no es simplemente una cuestión de conseguir un puñado de mujeres individuales en posiciones de poder y privilegio dentro de las jerarquías sociales existentes. Se trata más bien de superar esas jerarquías. Esto requiere desafiar las fuentes estructurales de la dominación de género en la sociedad capitalista, sobre todo, la separación institucionalizada de dos tipos de actividad supuestamente distintos: por un lado, el llamado trabajo productivo, remunerado y asociado históricamente con los hombres; por otro lado, las actividades de cuidado, a menudo no remuneradas y aún realizadas principalmente por mujeres.
En opinión de Fraser, esta división jerárquica y de género entre producción y reproducción es una estructura definitoria de la sociedad capitalista y una fuente profunda de las asimetrías de género intrincadas en ella. No puede haber emancipación de mujeres mientras esta estructura permanezca intacta. El feminismo tradicional se centra en alentar a las mujeres educadas de la clase media a “apoyarse” y “romper el techo de cristal” para ascender en la escala corporativa. Por definición, por lo tanto, sus beneficiarias solo pueden ser mujeres de la clase profesional-gerencial.
El feminismo convencional ha adoptado una visión de la igualdad estrecha y centrada en el mercado, que encaja perfectamente con la visión corporativa neoliberal imperante. Es el pensamiento feminista liberal el que proporciona el carisma, el aura de la emancipación, sobre la cual el neoliberalismo recurre para legitimar su vasta redistribución ascendente de la riqueza.
En conclusión, la dominación masculina no puede superarse excepto aboliendo la preferencia profundamente arraigada del capitalismo por la producción económica sobre la reproducción social. Las normas que clasifican las cualidades masculinas por encima de las femeninas están conectadas a nuestras prácticas e instituciones sociales, incluidas las leyes, la práctica médica, la cultura corporativa y los criterios de derecho a la asistencia social. Y, por ello, la emancipación de la mujer, la justicia de su reconocimiento, no puede disociarse de la justicia socio-económica o distributiva.