POR circunstancias, en las que no vale la pena detenerse, voy a dedicar este artículo de hoy a la vejez. Es un tema que no he frecuentado y, cuando lo he hecho, con escaso éxito. Hace años, en 1992, escribí un largo texto, que titulé La España con arrugas. Después habré dado una media docena de conferencias y escrito algún que otro articulito sobre el tema de la vejez. Siempre sin éxito, incluso con manifiestos rechazos. He aprendido que a las personas mayores nos cuesta aceptar, en notoria mayor medida que a los jóvenes, todo comentario crítico. He podido criticar algunos aspectos de los jóvenes sin mayor problema, pero cuando lo he hecho de algunos mayores (quienes ven la jubilación solamente como un retiro asistido, pues “por eso han trabajado toda su vida”, y tal actitud les condena al ostracismo y a la irrelevancia social), muchos se me han rebelado. Luego no voy a escribir cómo veo yo la vejez, les voy a trasladar algunas reflexiones de tres pensadores que han escrito sobre el tema: Sandor Márai, Cicerón y Salvador Paniker.
Sandor Márai, fue un escritor húngaro, muy leído en Europa, que escribió contra Adolf Hitler pero, tras su derrota, no pudo con la invasión comunista en su país y lo abandonó en 1948. Acabó suicidándose en Estados Unidos, poco antes de la caída del muro de Berlín, deprimido, tras haberle sido comunicado que tenía una enfermedad que le haría dependiente de los demás.
Envejecer poco a poco En uno de sus libros más celebrados, El último encuentro, (Salamandra, 2017, 5ª edición, p. 172-174) se pueden leer unas extraordinarias, aunque muy desesperanzadas, páginas sobre la vejez de las que traslado aquí algunos párrafos: “Uno envejece poco a poco, primero envejece su gusto por la vida, por los demás, todo se vuelve tan real, tan conocido, tan terrible y aburridamente repetido... Luego envejece tu cuerpo, no todo a la vez, no, primero envejecen tus ojos, o tus piernas, o tu estómago o tu corazón. Envejecemos así, por partes. Más tarde, de repente, empieza a envejecer el alma: porque por muy viejo y decrépito que sea ya tu cuerpo, tu alma sigue rebosante de deseos y de recuerdos, busca y se exalta, desea el placer. Cuando se acaba el deseo de placer, ya solo quedan los recuerdos, las vanidades, y entonces sí que envejece uno, fatal y definitivamente. Un día te despiertas y te frotas los ojos, y ya no sabes para qué te has despertado. Lo que el nuevo día te traiga, ya lo conoces de antemano... Ya no puede ocurrirte nada imprevisto: no te sorprende ni lo inesperado, ni lo inusual, ni siquiera lo horrendo, porque ya conoces todas las posibilidades, ya lo tienes todo visto y calculado, ya no esperas nada, ni lo bueno ni lo malo? y esto precisamente es la vejez. Todavía hay algo vivo en tu corazón, un recuerdo, algún objetivo vital poco definido, te gustaría volver a ver a alguien, te gustaría decir algo, enterarte de algo, y sabes que llegará el día en que ya no tendrá tanta importancia para ti saber la verdad, ni responder a la verdad? Pero sí, un día llega la aceptación de la verdad y eso significa la vejez y la muerte. Pero entonces tampoco esto duele ya”.
La estupidez humana Cicerón, un año antes de que el poder decidiera su asesinato, y que su cabeza y sus manos fueran expuestas en el Foro Romano, escribió un delicioso librillo, que tituló La vejez. Se lee en dos sentadas. Yo lo he hecho en Alianza Editorial (2009). Escribe Cicerón verdades como puños. Esta, por ejemplo: “La vejez: todos desean alcanzarla y, una vez que lo han hecho, se quejan de ella. ¡Tan grande es la inconsecuencia y extravagancia de la estupidez humana!”. Cicerón fue un noble romano, escritor, político, de vida agitada y a menudo comprometida contra el poder absoluto, que sostiene que “permanecen las capacidades en los ancianos si permanecen el interés y la ocupación, y esto no solo en hombres ilustres y que han tenido cargos públicos, sino también en los de vida sencilla y sosegada”. Gran verdad, que muchas personas mayores olvidan, y así les va.
Cicerón cree en la inmortalidad del alma, pero no es una creencia firme la suya. Simplemente le parece la más razonable. Esta citación de la breve conclusión de su tratado lo muestra muy claramente: “Si me equivoco en esto, en creer que las almas de los muertos son inmortales, me gusta equivocarme, y no quiero que se me saque de este error en el que me deleito mientras vivo; pero si una vez que muera no siento nada, como pretenden algunos filósofos poco importantes, no temo en absoluto que los filósofos muertos se rían de mí”. Me recuerda a un amigo, cura vitoriano, que me dice que ese es su discurso cuanto le preguntan si habrá algo más allá de la muerte.
La vejez no decrépita Raymond Paniker, hijo de indio y catalana, de amplia cultura, quiso ser puente entre Oriente y Occidente, falleció hace pocos meses, con 90 años. Escritor, editor, filósofo e ingeniero, su último trabajo, salvo error, lo tituló Diario del anciano averiado (Random House, Barcelona, 2016). Lo tengo en mi lista de libros en espera de tiempo para leerlos, pero he leído muchas cosas de él y en particular entrevistas de cuando publicó el libro. He aquí algunas perlas a meditar.
“La vejez es una devastación. No la senectud, que puede ser sabia. La decrepitud me asusta mucho más que la muerte. Me gustaría morirme yéndome a dormir y no despertando. Eso estaría muy bien. Yo siempre me pregunto qué veo ahora que antes no veía, y algunas cosas las veo más claras. La idea de la vejez como un señor que se sienta en un sillón a contemplar pasar el tiempo no me interesa. Si cada día no descubro algo nuevo, es un día perdido”.
A la pregunta de qué relación mantiene ahora con Dios, Paniker responde que “hubo un tiempo en que me llevaba mejor. No sé si me importa saber si Dios existe o si sirve para algo, aunque a mí todavía me sirve algo. Es que yo no soy nihilista, soy demasiado taoísta para ser nihilista. Yo concilio el agnosticismo con la trascendencia, y por eso no puedo ser totalmente nihilista. Piensas que algo hay. Si ponemos en una parte de la balanza todas las galaxias y en la otra la primera parte del Clave Bien Temperado de Bach, pesa más Bach; si piensas esto, no puedes ser nihilista. En este momento, con las cosas que pasan en el mundo, es difícil no ser muy nihilista, pero yo tengo la sensación de que el mundo no es una completa tomadura de pelo”.
Paul Ricoeur al final de su larga vida, a una pregunta, respondió: “Mi fe cristiana es un azar, convertido en destino, gracias a una elección continuada”. Comulgo plenamente con esa idea. Creo que vale también para Paniker y que el azar de su vida, de su nacimiento, le llevó al taoísmo. Pero Ricoeur, Paniker, Cicerón y, supongo que también Márai, se aúnan en su humanismo trascendente. Su vida, y en ella, su vejez, valieron la pena, aunque a Cicerón le asesinaran y Márai, decidió, libremente, su salida de esta vida.