¿Una época sin fe cuando más se necesita?
HACE ya tiempo que me siento no solo sorprendido y perplejo, con cierta preocupación, pero, sobre todo, provocado por la confluencia de dos realidades, no sé si contradictorias: una, el descenso de la religiosidad en nuestro entorno, desde el más próximo, este vasco nuestro, hasta por lo menos el occidental europeo; la otra, constatada de nuevo hace unas semanas, la constante creciente pujanza de las fiestas navideñas, las más relacionadas de facto con el hecho histórico de la religión cristiana: el nacimiento de Jesús de Nazaret.
No es extraño que me pregunte si bajo tales manifestaciones públicas, si bajo tal exhibición de la secular cultura cristiana, subyace al menos un rescoldo de la fe, creencia en lo numinoso, sobrenatural de un recién nacido que con su vida compromete las nuestras.
Si la respuesta fuera que, en algunos pocos casos sí, consideraría que estos son los que, muy generalmente mayores de 50 años, acuden todavía a las aún preceptivas reuniones dominicales de confesión y reafirmación pública, colectiva y fraternal de la fe en la persona, enseñanza y orientación de vida de aquel Jesús que nació en Palestina hace más de 2.000 años. Si la respuesta fuera que, la inmensa mayoría, no, me vería en un brete. No me atrevería a pedir que se suprimieran estas fiestas. Tienen demasiada solera y afloran recuerdos gratísimos. La gente disfruta de una manera especial, bondadosa y generosamente. Habría que organizar mejor, para las etxekoandres, la noche del 24 y mediodía del 25 y lo mismo el 31 y 1 de enero. Pero la pregunta crucial es ¿cómo se ha llegado a ese no mayoritario? Un no que ha borrado el objeto de la Navidad. Un no que confiesa el tremendo descenso de la tradicional religiosidad del pueblo vasco y de la misma nación española, aunque quizá no en la misma proporción.
No es fácil precisar el grado de ese descenso. No dispongo de estadísticas de bautizos y primeras comuniones. Sabemos que los matrimonios civiles y las parejas de hecho han superado hace mucho a los enlaces en la Iglesia. Puede resultar ilustrativo y novedoso hacerse una idea de tal descenso, a la vista de otro del mismo género, muy bien documentado, que depende de aquel: el descenso de la Compañía de Jesús en el espacio de estos últimos cincuenta años.
En 1962, la Provincia Jesuítica de Loyola (Araba, Gipuzkoa, Nafarroa y Bizkaia) la formábamos 930 jesuitas, de ellos 62 novicios, ingresados en 1961 y 1962. Hoy, en el mismo territorio, somos 169 y ningún novicio. Me fijo primordial, casi exclusivamente ,en los novicios, porque siendo los difuntos cada año alrededor de treinta, desde el año 2000 se puede decir que los novicios varían entre uno y ninguno. Ese mismo 1962, los jesuitas en todo el Estado español éramos 4.537, de ellos 374 novicios. Hoy, 2017, somos 1.040, 54 menos que en 2016, porque la mayoría somos muy viejos y no ingresan novicios; de 374, hoy son nueve.
Creo que, en proporciones semejantes, este descenso lo pueden confirmar casi todas las congregaciones religiosas y seminarios.
Pero esto es solo el síntoma. La enfermedad grave, gravísima, es la falta del caldo de cultivo, la pérdida de la fe, de la creencia transcendente en las familias y sociedad.
Que el primitivo cristianismo lograra en 313 años, incluidas las sangrientas persecuciones, hacerse tolerable (Edicto de Milán) en el Imperio Romano, me pareció siempre una hazaña singular. Que diez años después, en 324, Constantino afianzara su poder imperial aunándolo a la autoridad de la Iglesia, fue un desastre grave del que no acabamos de librarnos. Pero que en cincuenta años, en dos generaciones, hayamos llegado a esta desreligionización, en concreto, descristianización, me habría parecido impensable.
Una primera pregunta es esta: semejante descenso de religiosidad cristiana ¿favorece a la sociedad en que vivimos o más bien debe o puede considerarse una pérdida?
“Nadie, desde la ciencia social más empírica, ha logrado constatar correlación alguna entre fe y bondad. Tan solo cabe matizar esta afirmación para casos concretos”, afirma el sociólogo Salvador Giner. No soy sociólogo y no puedo refutar tan rotunda afirmación. Comenzando por matizarla, Giner habla de fe en general. Hay fes muy diversas. Para mí es muy importante, capital, creer en Dios. Pero tan importante y capital es en qué Dios creo. “Para empezar”, dice Giner, “la sospecha de que hay una relación entre Dios y el terrorismo, o la tiranía, no es nada trivial”. No. La relación no es entre “Dios y el terrorismo”. Puede haberla entre creyentes fanáticos en ciertos dioses y el terrorismo. Y una vez que tenemos fanáticos, el amor a la patria de un fanático puede entrar en relación con el terrorismo, incluso el seguimiento fanático a un equipo de fútbol.
“Rigurosos estudios sociológicos muestran que cada grupo religioso varía según sus dádivas o inclinaciones a colaborar con causas altruistas. Cada religión promueve comportamientos moralmente aceptables y condena otros como perversos”, prosigue Giner.
Cristiano o no, nadie puede ignorar que creyentes de la religión presuntamente cristiana cometieron barbaridades increíbles -inquisición, guerras de religión...-, pero no por causa de la fe cristiana, sino de los prejuicios desviados y radicales de ideologías perversas, que no cristianas. La cruz y la espada, el amor y la venganza, la vida y la muerte, nunca han sido aplicación legítima de la auténtica fe cristiana. Ya lo he insinuado al referirme a Constantino: la fe y la religión cristiana no fue la misma que la Iglesia perseguidora y asesina.
Creo que estamos en una época en que la pequeña y humilde fe cristiana es más libre y más auténtica, carente de poder y más cercana a su verdadera función en la sociedad actual, que en todas sus edades de oro acompañadas de una parafernalia pagana. Si algo es la Navidad es la sacralidad de la vida humana, la dignidad de la persona elevada a la enésima potencia transcendente y un canto solemne a la libertad, valores supremos siempre de la sociedad humana.
Cuando decidí hacerme profesional de la religión cristiana no busqué más seguridad de mi salvación, según aquello de que “al fin de la jornada, el que se salva, sabe, y el que no?”. Eso no me ha preocupado nunca ni ocupado un segundo mi pensamiento. Lo que me ha preocupado desde que comencé a ser yo y lo que pienso de continuo es cómo salvar mi vida, esta; como darle sentido y contenido dignos, es decir, que sirva en algo a los demás; ser, por poco que sea, para los demás.
Creo en el Dios de Jesús que nos dejó la primacía del Amor: misericordia y perdón, esperanza y servicio. “Ama y haz lo que quieras” (Agustín), lo que puedas, comenzando por los más necesitados?
“Los agnósticos no monopolizan la idea de que no es necesaria una fe determinada para hacer el bien. Aunque sean minoría, hay creyentes que están de acuerdo con ellos, y reconocen que todos, incluso los ateos, son capaces de conducta moralmente loable”, afirma Giner, y estoy de acuerdo. “Aunque no haya Dios, no todo está permitido”, aludiendo a los hermanos Karamazov.
Pero también es verdad que la fe cristiana puede hacer mucho bien a la sociedad humana, a su paz, a la convivencia, a la solidaridad y a la igualdad. Y los creyentes que pongan en ello su empeño experimentarán la satisfacción íntima de haber salvado su vida.
La segunda pregunta me sale al paso de mi convicción de que, a pesar de todo este esfuerzo, la irreligiosidad seguirá ganando terreno a la fe: ¿Será recuperable parte de la fe perdida o acabará desapareciendo?