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Un año después

En un año hemos podido experimentar sensaciones de todo tipo. Desde la autoestima desbordada a la depresión de una soledad obligada. Del bloqueo castigador a nuevos horizontes de estabilidad. Hemos aprendido a perseverar. A extremar el perfil de interlocución. A escuchar

UNO siempre se acuerda de los buenos momentos y trata de esconder en lo más recóndito de su cerebro los lamparones que empañaron aquellas felices sensaciones. Lo siento como si fuera ayer. Era verano. De esas vacaciones de verdad que duraban dos o tres meses de vivencia callejera. Mi padre, Donato, llegaba los fines de semana tras dejarse las cervicales acarreando cajas de una bebida aperitiva de moda. Era autónomo y como tal solo ganaba lo que trabajaba. Poco diferencial para tanto esfuerzo y para sustentar a una familia numerosa.

Por eso, él jamás tuvo vacaciones. Llegaba, cuando podía, los viernes a la tarde-noche. O los sábados. Y se volvía al tajo al día siguiente. Nosotros le esperábamos a dos kilómetros del pueblo. En una curva que llamaban la palomera y que estrechaba la carretera con dos hileras de chopos. En la cuneta, pasábamos la tarde. Mi madre hacía punto o cosía. Y las fieras jugábamos con cualquier cosa. Con las piedras, la arena o con aquellas hormigas rojas que picaban como demonios. La verdad es que no había mucho tráfico en aquella comarcal, pero de vez en cuando llegaba un camión cargado de madera a una velocidad inadecuada, lo que hacía que, con su manto protector, Mari Tere empujaba a su prole talud abajo en un gesto protector.

Donato llegaba con su furgoneta pintada en colores vivos; rojo, azul y blanco, como la marca de la bebida que representaba. Pero aquella tarde, no. No le vimos. Tras una larga espera, volvimos a la vieja casa iniciado el ocaso.

Aguardamos cenando. Como siempre, o casi siempre, huevos fritos. Sonó una bocina y como una estampida salimos a la calle. Pero la furgoneta no estaba. En su lugar, mi padre había traído un coche. Aita había comprado su primer coche. Tratamos de analizarlo minuciosamente, pero era de noche. Pese a todo, nos pareció precioso. BI 113222 era su matrícula.

Al día siguiente, con un sol radiante, lo inspeccionamos como si jamás hubiéramos visto un automóvil. Era una maravilla. En realidad era un R-8 (Renault) de cuatro puertas, tracción trasera y de color? verde o así. Verde, amarillo, claro... verde chorizo vamos. Raro, pero espectacular. Donato determinó que lo inauguraríamos después de comer. Y así se hizo. Por primera vez lo ocupamos. Aita, conductor; ama, copilota; los cuatro hermanos y, en medio, la tía Belén, como protectora de la jauría trasera. Íbamos un poco justos pero nos sentíamos marqueses (peores fueron los viajes posteriores, sobre todo, los grandes trayectos en los que la tripulación tuvo que compartir espacio con bolsas, maletas y las dos jaulas de los canarios que en temporadas largas se incorporaban a la troupe).

El trayecto inaugural fue corto. Apenas cuarenta kilómetros en un circuito circular entre pinares. Qué lujo, qué ilusión. Nuestro coche nuevo.

Para redondear la jornada, aita hizo una escala. Hacía calor y se detuvo en un pequeño pueblo donde decidió comprarnos un refresco de limón. Beber un kas era un lujo para nosotros. Si había sed, el agua era gratis, así que el refresco era un plus añadido al evento. Lo bebimos de un trago. Bien frío. Burbujeante. Exquisito.

Proseguimos la marcha, alegres y radiantes, hasta que pasados unos minutos, escuché una voz débil. Era mi hermano pequeño. Estaba blanco como la leche y solo supo decir, "ama, me mareo". No llegamos a parar y el bautizo automovilístico se hizo realidad. Una primera vomitona embadurnó el asiento y a quienes apretadamente lo ocupábamos. El coche se paró bruscamente dando tiempo a la segunda regurgitación. Fue tal el asco que aquello provocó que resultó contagioso. Mientras abríamos las puertas -que no eran como las que hoy fácilmente se despliegan- siguieron las arcadas entre la joven saga Mediavilla. Y al devuelto de uno le siguió el de otro. Hasta hacer un trío. Como los tres tenores evacuando una mezcla de kas de limón con ácidos gástricos corrosivos. Un adobo que dejó el interior del coche como el rincón oscuro de una de nuestras calles de hoy tras una fiesta botellonera. Casi de siniestro total. Menos mal que las alfombrillas eran de goma, que si no... La inauguración terminó en desastre y en horas de trabajo de limpieza en las que mis progenitores tuvieron que afanarse en restablecer el orden con litros de agua, lejía y ambientadores variados.

El coche estaba bautizado y durante tiempo y pese a los esfuerzos por evitarlo guardó en su habitáculo los aromas genuinos de aquella celebración inaugural. No obstante, para mí y mi familia supuso un bien preciadísimo que disfrutamos durante años y que nos hizo un gran servicio gracias a los miles y miles de kilómetros que nos transportó.

Hace un año que inauguramos en Euskadi una nueva legislatura. Veníamos de un tiempo de enfrentamiento, de exclusión y trincheras. La cita con las urnas auguraba una transición. Pasar de la excepcionalidad a la normalización generaría, sin dudas, disfunciones. Pero, por lo pronto, la ciudadanía podía, por primera vez en mucho tiempo, expresar su voluntad sin la amenaza de la violencia y con el valor de la pluralidad política.

El PNV resultó, netamente, ganador de aquellos comicios. Revalidaba mayoría frente a una izquierda abertzale que debutaba impulsada por la victimización de ilegalización pasada. Como una botella de gaseosa agitada durante tiempo que desbordaba espuma tras la apertura del tapón. Buscaban el sorpasso. Pero no llegó. Al contrario. El PNV le volvió a marcar diferencias. Y quienes hasta entonces habían establecido una santa alianza de gobierno constitucional notaron el rechazo y el castigo de los electores a su estrategia fracasada.

La noche electoral fue una celebración para el PNV. Los datos constataban su éxito y el júbilo estaba justificado. Pero más allá del nuevo momento inaugural, los resultados electorales marcaban un mapa representativo complejísimo. Con opción de empates y bloqueos irresolubles si no se andaba decididamente el sinuoso camino del diálogo y la concertación.

En tan solo un año hemos podido experimentar sensaciones de todo tipo. Desde la autoestima desbordada a la depresión de una soledad obligada. Del bloqueo castigador a la apertura de nuevos horizontes de estabilidad. Hemos aprendido en este año a perseverar. A extremar el perfil de interlocución. A escuchar. A estar con todos y procurar transaccionar con todos. Es, sin duda, lo que la ciudadanía esperaba y lo que la realidad política y económica nos obligaba.

El amplio acuerdo alcanzado con el Partido Socialista de Euskadi y su extensión particular en el ámbito fiscal con el PP vasco ha dado al PNV, y al Gobierno impulsado por este, el aire necesario de estabilidad y certidumbre para garantizar su acción programática. Tiempo y herramientas para combatir la crisis y tratar de mitigar sus dramáticas consecuencias, que todavía nos harán sufrir. El camino de colaboración explorado abre los horizontes de inminentes acuerdos presupuestarios que redoblen esa confianza en esta materia.

El consenso en paz y convivencia debe ser el siguiente objetivo a conquistar. Pese a las vomitonas desagradables que nos han acompañado en este campo -bloqueo de la ponencia, operaciones judiciales excepcionales, parálisis de nuevos pasos hacia el desarme y desmilitarización de ETA, impasse en la política penitenciaria, etc-, el PNV tiene marcado en su agenda inmediata el encauzamiento y avance de esta problemática. Paz y convivencia es, hoy por hoy, su prioridad. Y en tal sentido multiplicará sus esfuerzos para conciliar propuestas e iniciativas. Con la izquierda abertzale. Con el Partido Socialista. Y también con el Gobierno español y su representación política, el PP. Los desagradables aromas heredados del pasado deberán ser superados no por ambientadores que enmascaren las fragancias con nuevas percepciones, sino con nuevos aires que saneen para siempre la nueva estancia que empezamos a construir.

Y, en tercer ámbito, también nos quedan por edificar las paredes y tabiques del nuevo autogobierno que nos permita progresar colectivamente. El acuerdo alcanzado en Madrid para garantizar nuestra singularidad frente a la reforma local, ha servido como aislamiento térmico frente a la amenaza exterior de desnaturalizar el modelo municipal y foral que sustenta la arquitectura institucional vasca.

Nos resta hacer frente al resto de desafíos que desde el Estado tratan de vaciar nuestra capacidad de gestión. Y, por supuesto, la definición de un nuevo estatus que nos garantice reconocimiento nacional y capacidad de decisión por nosotros mismos. Una tarea a abordar sin prisa, pero sin pausa. Con apasionamiento, pero con inteligencia. Con decisión, pero con seguridad.

Se cumple el primer año de la nueva legislatura. Hemos arrancado. Estamos bien. A tirar millas.