NO seré yo quien defienda conceptos como empleabilidad (una muestra de que la derecha, cuando se pone, no tiene nada que envidiar a la izquierda a la hora de inventar vocablos ridículos) en relación con un tema tan importante como es la enseñanza. El palabro, horrible, revela una visión economicista de la educación. Es cierto. Pero no solo la derecha adoctrina. Unos y otros prefieren satisfacer a sus respectivas clientelas (al fin y al cabo, son los que les votan) antes que reformar nuestro sistema educativo para mejorarlo con eficacia. Víctimas de sus propios clichés, izquierda y derecha legislan mirando de reojo las reacciones del público, sin valentía, sin compromiso. Y sin el más elemental sentido común.
Hace días me topé con una tertulia sobre la Lomce en la que personas que probablemente no habían leído el anteproyecto opinaban, como buenos tertulianos, sin saber muy bien de lo que hablaban. Entre los intervinientes, para dar un cierto marchamo de pluralismo a la discusión, un socialista y un popular. Ambos coincidían en que no es posible que cada gobierno saque adelante una nueva ley sin consenso pero discrepaban en la causa de esa falta de acuerdo: el primero decía que el PP no quiso negociar con el anterior ministro socialista porque prefería esperar a tener la mayoría absoluta y el segundo que el PSOE no quiso moverse de su postura para lograr un pacto y que aprobó la LOE sin contar con el PP ("tigres, tigres, leones, leones, todos quieren ser los campeones", cantaba Torrebruno).
Si el primer problema de las leyes educativas es que no somos los profesores los primeros en ser consultados, el segundo es, sin duda, la ínfima altura política de nuestros dirigentes, incapaces, por falta de voluntad, de firmar un pacto de Estado por la educación en el que la ideología no tuviera cabida. Su poca voluntad de acuerdo no deja de ser reflejo de la situación que se da en una sociedad cada vez más hooliganizada, como en el ámbito de la enseñanza (es decir, entre los propios profesores) o, por supuesto, en el mundo sindical (que es algo así como la política en edición de bolsillo): uno debe abrazar la Logse/LOE o se le tacha de pro-PP, tardofranquista y nostálgico de la memorización de la lista de los reyes godos. Por el contrario, si pone pegas a la Lomce pasa a ser un defensor de los escraches, del asalto a supermercados y de la ocupación de pisos deshabitados. No hay mesura.
Un ejemplo de esta falta de moderación y criterio es la superficialidad con la que se toma postura a favor o en contra de la Lomce. ¿Cuántos de los que la critican (o defienden) la han leído? No es serio criticar o defender nada que se desconoce. Pongamos un ejemplo: "La educación -dice la Lomce en su preámbulo- es el motor que promueve la competitividad de la economía (...). Mejorar el nivel de los ciudadanos en el ámbito educativo supone abrirles las puertas a puestos de trabajo de alta cualificación, lo que representa una apuesta por el crecimiento económico y por conseguir ventajas competitivas en el mercado global". Las huestes marinalenizadas acusan al PP de pretender mercantilizar la educación. No niego el hedor paleoliberal de determinados puntos del escrito, pero ninguno de los aguerridos enemigos de la Lomce ha comentado nada sobre este otro párrafo del preámbulo: "Los alumnos son el centro y la razón de ser de la educación. El aprendizaje en la escuela debe ir dirigido a formar personas autónomas, críticas, con pensamiento propio. Todos los alumnos tienen un sueño, todas las personas jóvenes tienen talento. Nuestras personas y sus talentos son lo más valioso que tenemos como país". Quitando las dos últimas frases, más propias de Mary Poppins que de una ley educativa, creo que no es posible discrepar de la necesidad de que la escuela forme personas autónomas, críticas y con pensamiento propio.
Seamos sensatos. Ninguna ley es completamente positiva o completamente negativa (bueno, puede que alguna sí, pero no viene al caso). Sería bueno que todos intentásemos llevar a cabo la crítica después de haber analizado aquello sobre lo que queremos debatir y que admitiéramos al menos la posibilidad de estar equivocados. De otra forma, nos encontraremos con algo bastante penoso: quienes piensen como nosotros nos darán siempre la razón e invariablemente seguiremos discrepando de los que opinan diferente. Pero nunca, nunca podremos convencer ni ser convencidos.